A Jennifer y Leika
A Arly por contarme un lado de la historia
I
Un golpe en su hombro —el mesonero llevándole la cuenta porque estaban a punto de cerrar— le interrumpía la versión de My way que terminaba de interpretar ante un público en trajes de etiqueta en un pub neoyorquino. Probablemente por eso no funcionaba la técnica de la personificación: tenía que estirar demasiado la imaginación para llevar ese bar barato de portugueses en la avenida Fuerzas Armadas con sus borrachos morosos suplicando la del estribo y sus mesoneros hediondos y amanerados hasta su recuerdo de Nueva York, para que el escenario alcanzara la dimensión del artista.
De cualquier manera insistió. Como escritor en pleno bloqueo se había dado a la tarea de cazar historias donde las hubiese, al principio trató de hacerlo perdiéndose en las calles buscando, como un modernista, la multitud; también yendo a las fiestas de sus amigos de las cuales se había alejado varios años antes cultivando una imagen de ermitaño literario, pero eso no funcionaba. Así que salía de su casa en dos turnos, mañana y noche, convertido en un estudiante angustiado porque tiene un examen; un marido infiel acechado por la culpa y la sombra de su esposa perseguidora; un político devaluado que sueña con desmesurados planes para retomar el poder; un predicador evangélico, armado con una Biblia gratuita de los Gedeones, vociferante en las calles; un músico derrotado por la economía de mercado norteamericana que apenas logra comer cantando en locales nocturnos de Nueva York, cuando su título de la Julliard debería haberle garantizado plaza fija en un gran escenario.
Pero debía haber una falla, no se convertía ni siquiera en una estadística. Ni lo agredían, ni lo insultaban, ni siquiera sentía que la indiferencia del mundo exterior estaba dirigida directamente contra él sino que era una actitud generalizada. Quiso ser asaltado, preso, torturado, agredido, discriminado, descubierto en su infidelidad, encontrarse con un ateo que la emprendiera contra su proselitismo, verse en la baranda de un puente y sentir deseos de terminar con su angustia pero todos los mecanismos parecían atascados.
Dosificaba con buenas perspectivas el dinero que su hermana le enviaba desde el exterior por cuidar su apartamento y mantenerle los pagos al día. Desde que podía verla con la webcam y recibía fotos e informaciones prácticamente a diario, la distancia, la ausencia se había vuelto irrelevante. Podría decirse que la extrañaba. Podría decirse que rogaba a Dios porque nunca regresara. Y deseba aprovechar la coyuntura para escribir. Y seguir así indefinidamente. Le gustaba soñar con encontrar un mecenas, por lo cual revisaba en internet en caso de que alguien solicitara escritores para tomarlos bajo su protección.
II
Consideró que era demasiado ambicioso personificar un hombre que fuera resultado de las complejidades de una biografía íntegra, así que se concentró en situaciones. Jugaba al llegar a su casa que había perdido las llaves y no podía entrar; si hacía cola en un banco era un ladrón que esperaba refuerzos, que nunca llegaban, para comenzar un golpe milmillonario; tropezaba intencionalmente en la calle para ver las reacciones de los demás transeúntes; sentando en un banco del Parque del este era un cazador de nuevos talentos para el modelaje internacional; fingía que le había ocurrido un accidente automovilístico y necesitaba un baño para lavarse y un teléfono.
Así la conoció. Una noche vio un local de San Bernardino —apuestas hípicas, loterías, billar—, iba camino a su casa y no quiso acostarse sin haber hecho un esfuerzo más. La historia sería la siguiente: uno de los cauchos había recibido la puñalada de un clavo y se desinfló. Le pareció buen presagio esa frase, le sonó poética. Se bajó del carro y acarició con violencia la cara interna del caucho del copiloto hasta embarrarse, al principio tuvo reparos, pero también acercó su camisa. Se miró, se vio sucio, merecía solidaridad, compasión. Entró, habló con el encargado. La vio. Jeans desteñidos forrando unas piernas torneadas y unas nalgas que parecían dos inmensos gajos de mandarina, un top sin sostén debajo que resaltaba unos senos que lo obsesionaron. No es el tipo de mujer que buscan los públicos de hoy, le dijo su personalidad de experto en modelos, muy rellena. Fue al baño, se lavó con el jabón disponible —detergente en polvo para ropa— y salió aún con las manos mojadas y la vio escribir en una libreta pequeña, de espiral metálico en la parte superior, escuchó para entender: eran las apuestas de la siguiente carrera del hipódromo de Valencia. Decidió sentarse y pedir una cerveza. Golpeaba con los dedos de su mano derecha la mesa de formica, comenzó a sudar y se sintió un ludópata esperando que su caballo le resarciera de todas sus pérdidas. Entusiasmo. Y la llamó para tratar de colocar una apuesta. Y ella quiso explicarle todos los procedimientos de un juego que él no conocía y quiso sugerirle que ella estaba a un par de horas de salir e inclinándose y mostrando su escote le hizo saber que estaría disponible para donde él quisiera llevarla. Y él pensó que si del refugio entre las piernas de una mujer se podía concebir un niño, con más razón podía surgir también una nueva historia. ¡Cómo no lo había considerado!
III
¿Primero? Primero fue la marca bajo el seno, la evidencia de la incisión que hizo el cirujano plástico para incorporarle la prótesis que le daba un par de tallas más de sostén. La descubrió la noche de su encuentro lamiendo el seno derecho, tratando de establecer sus linderos, había sentido algo tirante en la piel del escote la primera vez que lo acarició, recién salidos del Saturday night, lo cual le hizo sospechar del implante pero a él nunca le había importado con ninguna otra mujer e, incluso, antes de llegar esa noche al hotel, paseando sus manos sobre la ropa de ella, le pareció un todo real, tenso de deseo. Lamía, entonces, su seno, lo recorría y cuando quiso bajar, tal vez a buscar su sexo, o sólo su vientre, la lengua encontró en el pliegue entre el tórax y el seno una protuberancia, una textura, un reto a las papilas diferente: fue un descubrimiento, sinceramente, la madera lisa del resto de su seno había terminado por aburrirle, así que se concentró en esa nueva sensación.
Sus ojos, que estaban cerrados, se abrieron para ver la causa de esta diferencia y allí tuvo el tejido reconstituido pero diferente y siguió lamiendo insistiendo allí. Nunca se había operado, así que en su propio cuerpo no conocía de cicatrices. No comentó sobre su predilección, pero ella debió notar la forma como se consagraba a esa zona y el deseo aumentaba y terminaron haciendo el amor pero en su cabeza estaba, sobre todo, la cicatriz.
IV
Siguieron saliendo. Miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo había carreras, él iba a buscarla al Saturday night cada noche, después de las doce, incluso alguno de los días terminaba por tenerlo libre y los encuentros nocturnos se mudaron de los hoteles de tráfico rápido al apartamento que cuidaba a su hermana. Ella le contaba que vivía con su madre, lo que quería ser y hacer y le hablaba de su hijo, el padre, hijo de puta, estaría pudriéndose en una cárcel, todavía repitiendo que robaba para darle de comer a ellos aunque nunca vieron un centavo. Él no se asustó, de hecho pidió conocer al niño. Algo faltaba en su vida y la idea del niño pareció darle nuevas perspectivas.
Pero el motor de todo era ese cuerpo. Sus encuentros. Comenzó a llevar consigo la hojilla y a simular los accidentes. Una pequeña incisión sobre el pezón izquierdo, un error, una confusión, cómo pudo haber pasado. Mientras esa herida sanaba y producía su propia cicatriz, él seguía lamiendo bajo los senos, pero se excitaba ante la anticipación de ese nuevo punto de territorio. Y vamos a comer helados con tu hijo, es todo un hombre de la casa, ¿le caigo bien?, no lo había notado, sí, nos vi en un espejo y parecemos padre e hijo. Y a las dos semanas sobre el seno ya era una cicatriz madura y lamió y la lamió, tres puntos sobre su cuerpo para estar concentrado. Pero pronto sintió necesidad de otra herida. La quiso cerca del ombligo. Y la hizo. Por la tarde fingía ser padre, orgulloso. Lunes, miércoles y viernes béisbol de dos a cinco, el resto de los días alguna caminata, algún paseo, algún museo, todavía no se le ocurrían historias pero sentía que el método de personificación funcionaba, tenía fe, esperaba las historias que no veía y se hacía encajar hasta formar el cuadro de una familia, cómo no nos habíamos encontrado antes, incluso algún te amo se habría colado. Las cicatrices. Otro accidente, risas, la mala suerte, una hojilla, quién podría pensarlo, por eso advierten, tienen razón, no son juguete, maneje con cuidado, mantenga fuera del alcance de los niños. Tres, cuatro, diez, quince heridas, así sí podía hacerse un cuerpo, podía concebir una amante, siempre había heridas nuevas, en su paso a convertirse en cicatrices y ya el cuerpo podía ser el cuerpo amado, una cartografía de lugares que rompieran con la monotonía de la piel corriente, ya ni siquiera daba excusas por la hojilla, todo sucedía y era parte de su vínculo. Y por la mañana, mientras imaginaba que su hijo salía al colegio preparado por su suegra y que su esposa dormía el cansancio de la noche anterior y conservaba las heridas que serían el placer de la noche siguiente, compraba cinco o seis periódicos y los leía buscando historias, pensó que la mejor manera de detonar las historias era con palabras escritas, pero no productos terminados de creación, sino esas maravillas de construcciones híbridas que sólo hallaba en una buena crónica, un artículo de opinión, la página de sociales, los obituarios o las páginas rojas. La mujer, el niño, el bloqueo. Y las cicatrices.
V
La esperó una noche de viernes fuera del Saturday night. Doce—Una—Dos—Tres. No la vio salir. No quiso llamar. Pensó ampliar su registro haciendo de marido ofendido y defraudado. No pudo saber que se había desmayado. Que cuando llegó al hospital la desnudaron. Que al llegar la madre no pudo sino llorar ante todas las cicatrices de ese cuerpo que le exhibía el residente de la emergencia, ese cuerpo ella recordaba niña cuando la bañaba, adolescente cuando la acompañó a sus primeras visitas al ginecólogo, los días previos y el propio día de la boda cuando la ayudaba a colocarse todo el andamiaje del vestido. Tomaba su mano mientras se recuperaba y, airadamente, juraba venganza, en silencio, mientras veía que el policía encargado de hacer el expediente que comenzaría la investigación había encontrado entretenimiento en las piernas de la enfermera y ya estaba sobre ella, con la mano muerta sobre la cintura, en caída controlada hacia las nalgas y hasta allí llegaría el procedimiento, al menos el relacionado con las heridas de su hija. ¿Quién lo hizo?, ya, mamá, está bien, ¿Cómo va a estar bien?, mamá, por favor, estamos en un hospital, no grites, igual, la vida es así.
VI
El domingo siguiente, aún —y muy concentrado— en su papel de cónyuge defraudado, se levantó y compró los periódicos. Cuando abrió Últimas noticias fue directo a las páginas intermedias, las dedicadas a las regiones y las de sucesos, siempre estaban los grandes titulares pero también había notas pequeñas, mínimas, escuetas, la definición de un relleno para cumplir con el espacio de la página. Allí leyó el título: Torturada por su amante y el subtítulo, Porque te quiero te estropio. Hablaban de cómo una mujer joven que se había desmayado en su centro de trabajo, una popular casa de apuestas del norte de la ciudad, ingresó por esta razón al Hospital Universitario de Caracas, pero al despojarla de sus ropas para examinarla encontraron decenas de heridas de arma blanca, probablemente una navaja. Se decía que la mujer tenía un hijo y vivía con él y con su madre. Se decía que la policía investigaría. Ni el nombre de Mariana se decía. Pero era ella. Era ella y ahora todo había terminado. No sintió temor por esa mala casualidad: aunque soñó con oscuridades de calabozos, con violaciones y linchamientos, incluso su muerte, vio otra vez el tamaño de la nota: las conocía, era de los casos que a nadie interesaría, tal vez sólo a un escritor bloqueado que buscara en los periódicos gérmenes para nuevas historias. El único policía disponible hablaba de escenarios: extraño accidente, violencia doméstica. Creía que se trataba de un asunto sexual. ¿Por qué no seguiría pensando? Un rito satánico, una forma evolucionada del tatuaje tradicional, intentos de suicidio vacilantes, en estos días se ven tantas cosas. De cualquier manera había terminado. No vería más a Mariana, no vería más a Adrián.
VII
El niño está de pie, callado, en la puerta del salón de profesores, con los ojos dolorosamente abiertos como si, cual caricatura, un mondadientes u otro tipo de varilla mantuviera los párpados levantados. Chorrea agua por sus manos, las puntas de los dedos, extendidas, parecen pequeño grifos. El olor ha comenzado a llenar la habitación. La maestra lo observa. La franela blanca tiene manchas marrones. La maestra lo ve, en el pedagógico no le han enseñado cómo se responde a esto, igual no se ha graduado pero no cree que le falte justo el curso que lo enseña. Le dice que buscará los teléfonos de sus padres. El niño es una estatua.
Revisa el bolso, los cuadernos, ni un teléfono, ni un nombre. No quiere bajar a la dirección: el archivo de una escuela pública es un cementerio inexpugnable de papeles, los expedientes seguramente fueron quemados en los últimos disturbios o botados como basura por la bedel nueva que contrataron por ser compañera de partido. Solo una ficha del equipo de béisbol. Un teléfono celular. Tiene poco saldo pero igual intenta la llamada.
—Sr. Rivas. Necesitamos que venga al colegio, hubo un pequeño accidente con Adrián [...] —Perdone, pero es el único teléfono que encontramos [...] —Si no fuera importante no lo hubiéramos molestado, además, la madre [...] —No, nada grave, pero, por favor, traiga una muda de ropa.
Por supuesto que ella no podría responder a las nueve de la mañana. A esa hora las ojeras, la noche anterior, simplemente el caminar de una mesa a otra, de un apostador a otro llevando la libreta y apuntando las jugadas, las caminatas al baño para orinar el efecto de los dos o seis cervezas que le brindaron, el cansancio del brazo retirando las manos de los clientes que en un aparente descuido se posaban en sus nalgas, el cansancio de escuchar la conversación del taxista y luego el cansancio de dormir sola o del sexo con una nueva pareja. Ni siquiera el desmayo la habría podido detener. Su vida era un carrusel que sólo se detendría con su muerte. Al menos eso creía haber aprendido de ella. Dos meses después. No había bloqueos ni detenciones como en su aventura de escritor. A esa hora ella nunca iría.
Trata de recordar la talla de ropa de Adrián, le había comprado el uniforme del béisbol. Se detendrá, pedirá tallas para niños de nueve años. Ocho y medio. Nueve, debe ser lo mismo. Y tratará de imaginar a Adrián. Siempre lo recuerda. En realidad lo extraña. Y siempre lamentó no conservar una foto de él. Comprará una franela y un pantalón o short, le dirá a la maestra que se lleva al niño, desayunarán, hablará con él, lo dejará a dos cuadras de su casa, le dirá que nunca le comente a su madre y le propondrá encontrarse algunos días, podrían seguir siendo amigos, si es que él entendía la amistad, claro que la entiende, es un niño astuto.
Pero, ¿qué le pudo haber pasado a Adrián, por qué un cambio de ropa, por qué la maestra con voz alterada, por qué no consiguieron primero a Mariana y la abuela, por qué no contestó la abuela, por qué no se le ocurren historias, por qué insiste en escribir?
Llega al colegio, busca a la maestra. Le dice que Adrián está en el baño, sí, señor, ¿cuál es su nombre?, no, no soy el padre, buen amigo de la familia, fue atacado, algo horroroso, sí, lo metieron de cabeza, retrete, porque les dio la gana, son niños mayores, la violencia, sí, es difícil, y los padres, creen que dejan a los niños y aquí haremos milagros, creen que meten pellejo y saldrá lomito, si me perdona el ejemplo, estamos muy apenados, buscaremos responsables, castigo, castigo, claro que puede llevárselo.
En el baño, Adrián está de pie, sólo lleva puesta su ropa interior. Se resiste a llorar, seguro agotó sus lágrimas cada noche esperando a su padre, cuando no le podían comprar algún juguete, cuando su abuela le soltaba, con o sin razón, un correazo. Ninguno de los dos se aproxima, se diría que van a comenzar una batalla, otro David enfrentando a otro Goliat. Filtrado el sonido entre la separación que deja la hoja de lata gris que sirve de puerta al baño, escucha unos pasos, tacones, en general, en la escuela de Adrián hay profesoras pero aún cree, con ingenuidad, con ceguera, que puede aislar el sonido firme, marcial de los zapatos de Mariana, el par de cuero negro que llevaba la primera noche o los de semicuero rojo, gastadísimos, que le encantaban por su comodidad. Y en un descuido, cuando los ojos del niño se clavan en los suyos, él pierde el control de los eventos y los sonidos todos caen como una cascada, fundidos, los pasos, los gritos de otros niños, las bocinas de algunos automóviles puertas afuera. Extiende la mano y espera la reacción del niño, su mirada es de rencor, ¿cuántas veces habrá preguntado por qué no había aparecido más, por qué no más helado a media tarde los domingos, ni aplausos en el béisbol? Es capaz de esperar toda la vida. En la mano izquierda lleva la bolsa con la ropa, en el bolsillo opuesto de su saco lleva la hojilla, no la había sacado desde la última vez con Mariana. ¿Si llegara ella, qué podrían decirse? Espera un arrebato, trasposición, carro de fuego o ángel de muerte, aunque la escena resiente la falta de música incidental. No habrá registro alguno en los periódicos. De cualquier manera sabe que se han desprendido del mundo, pero no teme. Intuye una historia.
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