miércoles, 14 de noviembre de 2007

Teoría expresión de ideas y sentimientos

1)La expresión de ideas
Como hemos dicho en la primera sesión, escribir es pensar despacio. Sin embargo, debemos considerar que existen diferentes momentos de ese pensar, a veces es una lenta meditación sobre una amplia variedad de temas, un estudio exhaustivo sobre un aspecto muy específico o la expresión de una gama de sentimientos. En primer lugar hablaremos de aquellos momentos en las cuales las ideas predominan.

Debemos dejar claro que la expresión de las ideas no necesitan tener una rigidez excesiva o una objetividad exagerada; podemos partir de datos, hechos, teorías o principios pero podemos desarrollar, dependiendo de nuestro manejo del lenguaje, formas incluso cercanas a las literarias ( a través de metáforas o símiles, por ejemplo) no con un objetivo meramente estético sino para ilustrar nuestro planteamiento.

Para la expresión de ideas debemos considerar
Precisión y exactitud: en realidad existen varios caminos para alcanzar la claridad, pero debo tratar de llegar a ella de la manera más eficaz, utilizando la menor cantidad de recursos posibles. Cuando somos precisos no nos contentamos con aproximaciones y cuando somos exactos podamos lo superfluo. Este factor que afecta el estilo de ideas depende, en gran medida, de la actitud.

2)La expresión de sentimientos
Según Schökel, la principal complicación al momento de expresar por escrito sentimientos reside en la “enorme variedad y riqueza de aspectos, matices, determinaciones individuales, según la persona, el momento, la edad y la situación.” Así la soledad, el amor, la ternura pueden cobrar características bastante diferentes si la ven un niño en un barrio de Caracas, un anciano en un suburbio de Nueva York o un catedrático de mediana edad en Roma.

Los sentimientos se puede expresar de varias maneras:
Directas: etiquetando el sentimiento (“Yo te amo”) o dando tonalidades, matices a ese sentimiento (un amor apasionado, una soledad devastadora).
Indirectas: el método indirecto, a través de enumeraciones de sensaciones diversas, de comportamientos, de actitudes intenta delinear un sentimiento que debe ser descubierto por el lector. (“Tantos libros, tantas palabras, carros, historias, fantasmas y tu ausencia” para expresar soledad).

3)Los recursos
Para expresar ideas o sentimientos, existen algunos recursos comunes para realizar esta tarea:

Metáfora: es un recurso en el cual se usan las palabras con un sentido distinto del que tienen propiamente. (“caían perlas del cielo”, por gotas de lluvia)

Alegoría: representación de una cosa o idea abstracta por medio de un objeto que tiene con ella cierta relación real, convencional o creada por la imaginación. (el caso de la novela de George Orwell, Animal farm, en la cual los conflictos políticos sociales de la humanidad se presentan en forma alegórica a través de los conflictos de un grupo de animales en una granja).

Comparación: como su nombre lo indica, se toma un objeto o situación y se presenta en semejanza o contraste con otro equivalente. A diferencia de la alegoría no hay una sustitución de alguno de los términos de la comparación.

Descripción: a través de rasgos, características y detalles se expone la idea o el sentimiento

Alusión: es una referencia a un hecho o dato para aclarar una idea, supone que el lector se mueve en un mismo marco referencial cultural que el escritor. Si uno dice: Por las noches era un Miranda en La Carraca, en caso de que lector comparta el código, se imaginará al prócer en el cuadro de Michelena y podrá comprender la alusión.

Alusión culta: cuando una idea o sentimiento se expresa con base en largas citas o referencias a autores, eventos o personajes cuyo conocimiento y manejo requiere una base cultural amplia.

Anécdota: es la narración breve de un hecho, con pocos personajes y sin demasiado desarrollo. Sirve para ilustrar alguna idea y, en muchas ocasiones, puede ser el punto de partida de un texto.

4)Los lugares comunes
Se trata de ideas corrientes y muy repetidas. Gran parte de los lugares comunes provienen de recursos (anécdotas, metáforas, símiles, entre otros) que en un primer momento eran originales y frescos pero ahora son sólo una construcción de palabras que no tiene significado propio. “El tortuoso invierno”, “las perlas de tu boca”, “tus ojos de azabache”, “la florida primavera”, “rápido como gacela”, por nombrar sólo algunos ejemplos, sirven para ilustrar que dado que bloquean nuestra expresión como escritores, es necesario que en las etapas de revisión, vayamos podando nuestros textos de lugares comunes.

Una nota sobre la exposición del diseñador cubano Félix Beltrán

Convencido de que el diseño es más que la distribución armónica, sintética y efectiva de un conjunto de elementos visuales y que no es necesario "estar en lo último" para lograr consolidar la imagen de una marca, el reconocido diseñador Félix Beltrán, nacido en La Habana en 1938, ha dedicado 40 años a la práctica y la fe del diseño gráfico. Hoy, a las 12:00 m, el Museo de la Estampa y del Diseño Carlos Cruz-Diez inaugura una sucinta retrospectiva de su trabajo elogiado no sólo en América, sino también en otras partes del mundo.

La exposición Félix Beltrán.

Marcas e identidades gráficas reúne 30 marcas, quizá no muy conocidas para los espectadores venezolanos, creadas por el diseñador desde 1959 hasta 2005.

Un lenguaje que aboga por la síntesis caracteriza estas marcas que no sólo se refieren a productos y empresas, sino también a instituciones de labor social como la Biblioteca Benjamín Franklin de México o la Cruz Roja de Cuba. Más allá del valor estético de cada una de éstas, Beltrán hace énfasis en el compromiso social de las marcas, algo que muchos diseñadores de hoy pasan por alto.

Beltrán, que dictará hoy a las 11:00 am en el mismo museoun curso sobre La Marca en el mundo de hoy, señala que el diseño ha evolucionado en la historia reciente. Desde los tiempos de mercaderes fenicios, explica, pasando por la Edad Media, el Renacimiento, el diseño cobró importancia "para diferenciar aquello que no tenía suficientes diferencias", pero se incrementó después de la Revolución Industrial por la competencia que se produjo con el desarrollo del despiadado capitalismo. A partir de entonces, se ha elevado la conciencia de la marca", comenta.

Considera que "sin el capitalismo habría marcas más preocupadas por lo social. El diseño tiene que asumir las consecuencias implícitas de sus prácticas. El valor de todo está en las consecuencias de lo que hacemos. Hemos avanzado, eso es indudable, pero arrastramos contradicciones, es decir, estamos muy incipientes en los avances sociales. El diseño debe renunciar a eso, asumir las responsabilidades que tiene como acto de comunicación. El diseño gráfico educa en el sentido cabal del término para que mis alumnos se sienten como los modelos de Calvin Klein o agarran los cigarrillos como los modelos de Marlboro", ironiza el artista.

El diseñador, cuyas obras gráficas han recibido más de 130 premios y han sido apreciadas en casi 500 exposiciones colectivas y 66 exposiciones individuales, cree que si las nuevas generaciones no tienen conciencia de estas otras implicaciones del diseño es porque "se les educa en el hedonismo en la evasión, en los valores relativos donde no hay convicciones con las que uno está convencido de que no somos el centro del universo. En eso es lo que creo. Como seres sociales, los que estamos en el mundo del diseño estamos influidos e influimos", pues, como dice más adelante, "el diseño no es maquillaje (...) es, sobre todo, un acto de persuasión.

Desde las aulas de la Universidad Autónoma de México, Beltrán reta a sus alumnos a crear carteles contra el abandono de los ancianos, el racismo y sobre las estadísticas del suicidio en los jóvenes. Después de todo, afirma, "el diseño tiene que ser imagen, pero lo que importa es qué clase de imagen es y para qué es. No obstante, aclara, "el diseño no es omnipotente".

Autor del primer libro sobre diseño gráfico en América Latina, titulado Desde el diseño (1970) y asesor de más de una veintena de eventos mundiales relacionados con su área de trabajo, Beltrán defiende con ahínco que el sentido histórico se debe tomar en cuenta cuando de diseño gráfico se trata. "Creo que, como decía Rousseau, no se debe confundir cambio con progreso. No es necesario que el diseñador esté en lo último. La gente tiende a creer que lo nuevo siempre supera lo anterior, pero no siempre es así", comenta.

Mañana y el viernes, Félix Beltrán dictará un curso sobre La marca en la práctica. La entrada es gratuita. (el nacional)

jueves, 4 de octubre de 2007

Un comentario de Ricardo Piglia sobre las claves actuales de la ficción

"El éxito de una historia depende de cómo se cuente. Todos tenemos esa experiencia en la vida cotidiana, porque nos pasamos la vida escuchando y contando historias. Creo que los buenos narradores no lo son porque las historias que cuentan son extraordinarias, sino porque poseen una gran capacidad para transmitir y recrear el mensaje.

(...)

Hemos pasado de identificarnos con los personajes a identificarnos con la voz que cuenta la historia. Nos interesa más qué tipo de convicción tiene el que está narrando; entonces, cuando leemos a Faulkner nos interesa más el que está contando que la historia misma.

La clave actual es esa voz que suena ahí y que a uno le interesa. Es eso lo que construye la significación y el sentido." (vía el nacional
)

domingo, 30 de septiembre de 2007

El plan de obra

La propuesta del libro

1)La carta de presentación:

Es necesario encabezar el paquete con una carta que lo identifique como una propuesta de libro. La misma debe incluir: el título propuesto y detallar el contenido de la propuesta que debe incluir: sinopsis, ideas para promoción, curriculum del autor, entre otros. Además, debe especificar si el libro ya ha sido terminado o hay una fecha establecida para tener listo el manuscrito.

2)El título

Uno de los problemas aparentemente menos importantes de un cuento pero que puede determinar en varios aspectos su éxito, tal es el título. Así que, a continuación, unos pocos comentarios al respecto

Imaginemos que Karate Kid se llamara El arte de la patada de garza japonesa; que Philadelphi -la película sobre el SIDA- Luchar contra la discriminación entre abogados; o Madame Bovary, La triste historia de una tonta llamada Emma...

Son ejemplos exagerados, pero permiten observar, por lo menos algo: la primera atracción que una obra puede ejercer sobre su receptor se pierde con un mal título.

Es más, un mal título puede ser causa suficiente para dejar de leer un libro o pasar de una película. Incluso, en algunos casos, los editores han cambiado los títulos originales con los cuales algunos autores les han entregado su obra, para asegurar un gancho comercial.

El título es al libro lo que el empaque, según concuerdan las teorías mercadológicas, es al producto: es la tarjeta de presentación, es la puerta de entrada. Además, el título puede permitir al lector prever la temática del libro, el nombre de algunos de sus personajes o el lugar donde se desarrollan las acciones, entre otras posibilidades; lo particular o sonoro de un título puede ser móvil suficiente para que el lector emprenda la lectura.

Básicamente podemos encontrar dos grandes tipos de títulos: aquellos que tienen que ver directamente con el relato y aquellos que no tienen relación alguna (al menos directa).

a)Títulos que no tienen relación directa con el relato

Puede que tengan un valor comercial (por ejemplo, asociar con Da Vinci casi cualquier materia en un título de libro podría ser una buena estrategia) o un valor simbólico, que permita, a partir de su lectura alguna asociación. Alguna vez se llegó incluso a trabajar el tema con la película de Tarantino Reservoir dogs cuyo título, por más que se trate de catalogar de "perros" a sus personajes, no tienen ningún significado. De hecho, su origen está en la siguiente anécdota: "se trata de un cruce entre los títulos de dos películas que le encantan a Tarantino. Por un lado, PERROS DE PAJA de Sam Peckinpah (que en el original se titulaba STRAW DOGS), y por otro lado el film francés ADIOS, MUCHACHOS de Louis Malle, cuyo título original AU REVOIR LES ENFANTS era imposible de pronunciar para Tarantino, por lo que se refería a ella como "The Reservoir Film", es decir, como si le llamáramos "la película esa de Reservoir", ya que "Reservoir" era la palabra inglesa más aproximada al original francés." (Unai Epelde)

Lo importante sería recordar que, si bien un título que no esté relacionado sino que simplemente tenga un valor anecdótico, estético o muy personal para el autor, hay que considerar que si no se trata de un relato realmente fascinante, el lector prontamente, decepcionado, abandonará el texto

Títulos directamente relacionados con el libro

Las ventajas de éstos son obvias: adentran de una vez al lector en la materia del libro, puede que le provoque curiosidad acerca de alguno de sus aspectos, en resumen, dirigen al lector hacia el corazón del libro.

Entre estos tenemos los siguientes casos:

1)Nombres de personajes: Conversaba con un alumno acerca de esto, en especial en el caso de las telenovelas, ya que Delia Fiallo, la gran matrona del género suele colocar como nombre de sus obras el de la protagonista, estrategia que ha sido criticada de facilismo. Es importante destacar que, en el caso del melodrama, en el cual es tan importante la relación entre audiencia y personajes, una relación tan cercana que llegue a la empatía y la identificación, este recurso funciona. Sin embargo, en la ficción escrita, no hay garantía de éxito. Llamar a un relato Gabriela, Carlia, Jesús no nos invita directamente a la lectura, sin embargo, es posible que en ciertas formas narrativas como aquellas que imitan a la biografía sean útiles (como David Copperfield, de Dickens).

Una variación es el nombre más la profesión o alguna condición (p.e. Bartleby, el escribiente, de Melville; Inés Duarte, secretaria, telenovela; Ciudadano Kane; El coronel no tiene quien le escriba)

2)Nombres de lugares: nuevamente una opción interesante aunque puede ser demasiado genérico, razón por la cual no se utilizan en este caso lugares tan conocidos. Por ejemplo, la película Fargo, de los hermanos Coen, requería un cierto conocimiento de la geografía norteamericana para ubicar claramente el lugar. Hace algunos años hubo una película llamada Paris, Texas, que jugaba con el nombre de un poblado homónimo de la capital parisina en el estado sureño de los E.E.U.U. Si el lugar es tan particular que por sí solo invita a la curiosidad podría funcionar. (Rashomón, La casa de las bellas durmientes)

3)Frases o alusiones a la materia básica del libro: Basta con leer títulos como El halcón maltés, El Código da Vinci, La perla, Cien años de soledad y cotejarlos con el contenido de las obras a las cuales pertenecen para darnos cuenta de la forma como esta forma de titular complementa las historias. Se trata de seleccionar aquellos elementos que tienen por sí solos una importancia fundamental en la trama y llevarlos al primer plano del título

Si bien dar una receta para titular es casi imposible, consideramos que si hay algo que el ejercicio de buscar título a nuestro libro puede proporcionarnos es la obligación de jerarquizar los elementos del mismo, por eso, si bien la respuesta de estas preguntas no necesariamente generen por sí mismas un título, podrían ayudar:

1)¿Cuál es el tema de mi libro?

2)¿Cuáles son las ideas principales que expongo ?

3)¿Cuán importante es el ambiente físico?

4)¿Cuál es la principal solución que ofrezco?

5)¿Cuáles palabras me servirían para describir el público meta?

En la página debe ir el título en el centro, con el nombre del autor debajo en letras más pequeñas. Se puede añadir un subtítulo si se considera necesario.


3)La sinopsis

La sinopsis es el corazón de la propuesta de libro. Debe describir la historia tema y el propósito del libro (la premisa). Si no somos capaces de escribir este texto en una o dos páginas, probablemente nuestra idea sea demasiado complicada y habría que repensar el libro. La sinopsis debe tener una presentación en la cual se habla del comienzo del libro, de su desarrollo y de la conclusión final que se presenta. Se pueden hacer citas textuales del libro para ilustrar algunos puntos (como estadísticas, datos, entre otros).

4)Ideas para promoción

Es relevante para los editores saber si uno tiene la posibilidad de promover el libro. Por eso si se dan clases o uno es invitado frecuentemente a conferencias, si se tiene un programa de radio o de televisión o una columna en un medio impreso es importante incluir, así como planes específicos como talleres, charlas

5)Público meta

Explica al editor para quien, desde el punto de vista del autor, se escribió el libro.

6)Resumen curricular

Se trata de un texto corto que debe incluir toda aquella información relevante que califica al autor como apto para escribir un libro de ese tema y excluye todo aquello que es mero adorno. Es necesario ser específico (colocar más de 25 años en lugar de “vasta experiencia”, por ejemplo)

7)Resumen de capítulos

Se puede incluir una breve descripción de los capítulos que componen el libro.

8)Capítulos de muestra

Particularmente el primer capítulo, el cual puede enviarse completo. Lo importante es que este primer capítulo tenga verdadero gancho y, como se explicó previamente, no se gaste en explicaciones introducciones. Algunas primeras frases memorables son: “Cuando despertó, Gregorio Samsa estaba convertido en un insecto” (Kafka, La metamorfosis)

Frase para recordar: “Algunos libros son inmerecidamente olvidados, ninguno inmerecidamente recordado” W.H. Auden

sábado, 29 de septiembre de 2007

Un comentario de Azir Nafisi sobre la novela

"Una novela no es una alegoría. (...) Es la experiencia sensorial de un mundo aparte. Si no ingresas en dicho mundo, contienes la respiración con los personajes y te involucras con su destino, no serás capaz de empatizar, y la empatía es el corazón mismo de la novela. Así es como lees una novela: inhalas la experiencia. Entonces, comienza a respirar.

Solamente a través de la ltieratura que uno puede ponerse en los zapatos del otro y entender sus aspectos más contradictorios y diferentes (...)"

Leer Lolita en Teherán

jueves, 27 de septiembre de 2007

"Un regalo para Julia", de Francisco Massiani (Venezuela)

Palabra que no era fácil. Casi todo el mundo regala discos y los pocos discos de moda son tres, cuatro. Julia iba a terminar con la casa llena de discos repetidos. Además tenía sólo veinte bolívares y así no se pueden comprar sino discos o chocolates o alguna inmundicia parecida. Yo nunca le regalaría un talco a Julia. Menos, un muñeco. Tiene una colección de muñecos desbaratados en el cuarto y lo de chocolates, menos, porque sé que Carlos se los comería todos. Carlos, tan perfectamente imbécil como siempre. Lo imagino clarito: Oye Julia, dame un poquito.

Uno dice: le regalo un libro. Uno dice: le regalo cualquier cosa. Pero uno no podía regalarle cualquier cosa. ¿Con qué cara? Ayer, anteayer estaba con la cochinada de Carlos, que por cierto: fuaaa, fuaaa, y lo peor es que no tose y a mí en cambio se me salen las tripas. Fuaaa, botaba el humo, y fuaaa estiraba su pata y mataba una hormiga. Se comía un moco. Se estripaba un barro en la nariz, fuaaa, se rascaba la oreja, y después escupía el humo por los ojos, por la nariz, por la boca, por todos lados. Porque lo hace. Juro que sabe fumar. Es verdad. Fuma mejor que nadie. Y entonces te mira y dice: si llego a ser novio de Julia. Pero lo juré. Dije: por Dios santo que no se lo digo, y eso, ¿no?, así que nada. No puedo decirlo. Pero en todo caso cuento que Carlos me dijo que si Julia llegaba a ser su novia, la metía en la bañera, la llenaba de jabón y le hacía esa porquería que juré que no se lo decía a nadie. Lo peor es que yo vengo y salgo y voy a casa de Julia, porque algo tenía que hacer, ¿no?, y llega Julia y me dice así mismito:

—¿Qué vienes a hacer aquí?

Quedé tieso. Después me dice:

—Pasa.

Y pasé. Y después de que pasé me senté y ella puso un disco. Siempre que alguien llega a su casa pone un disco. Después te saluda, te mira, da tres pasos de última moda y después se echa en el sillón, tipo bandida de cine mexicano. Cine mexicano, cine mexicano... ajá:

—Oye —le digo—. Oye Julia, ¿qué tal te cae Carlos?

—¿Carlos?

—Sí, Carlos.

—¿Por qué?— cogió una revista de mujeres y modas y eso. Yo me puse a darle tambor a la mesa. Creo que pasamos como un minuto así. Me dijo:

—¿Quieres Cocacola?

Yo no le respondí. Seguí tocando tambor en la mesa. No le respondí porque me molestó que se olvidara que le había hablado de Carlos, que se hiciera la loca con la pregunta que muy bien sabía que yo se la hacía por un montón de cosas que ella sabía muy bien que yo sabía. O sea eso. O sea nada, supongo que se entiende, ¿no? Bueno. Me vuelve a preguntar:

—¿Quieres Cocacola?

Y yo:

—Te pregunté por Carlos.

—No me acuerdo— dijo.

—Yo sí— le dije—. Y muy bien.

—Bueno. ¿Qué cosa?— dijo.

—Eso que tú sabes— le dije.

—Yo no sé nada, Juan— me dijo. Y cuando la miré estaba viendo la revista.

—Bueno, Julia.— Yo tenía que hacer algo. Sabía que tenía que hacer algo—. Oye: imagínate que Carlos te regala el disco que estamos oyendo.

—¿Qué cosa?

—El disco

—¿Qué disco?

—Nada— le dije.

Nunca lo entienden a uno. Yo seguí tocando el tambor y ella se levantó del sofá, dio un brinquito, se pasó la mano por el pelo y me preguntó:

—¿Qué dijiste de Carlos?

Nunca. Nunca entiende. Yo le dije que nada, que se sentara, y ella me sonrió y se sentó. Cuando se sentó, me sonrió. Cuando eso pasa, cuando me sonríe, entonces yo aprovecho para verle la boquita, esos dos gajitos de naranja, porque es así: tiene dos gajitos de naranja, y sé por ejemplo que el labio de arriba, cuando se separa del de abajo, parece que le diera miedo dejarlo solo, y entonces tiembla un poquito, no mucho, un poquito solamente y entonces se le acerca y lo acompaña un poco y entonces entre los dos gajitos sale como un juguito que le mancha un poco las arruguitas de los labios y entonces yo siento un mareo y algo como un chicle entre las muelas y ella se me queda mirando y me dice:

—¿Qué te pasa?

Y despierto. Sé que nunca sería capaz de agarrarle la mano, nunca. Pero sabía, estaba convencido, como nunca, que tenía que hacer algo. Así que seguí tocando tambor a ver si me venía algo a la cabeza. Nada. Seguía tocando tambor. Nada. Seguía tocando y tambor y tambor y ella y tambor y nada. De repente ella me dice:

—Tengo un vestido para mañana que es una maravilla.

Yo digo:

—Qué bueno.

Y ella dice:

—Es algo que te deja desmayado.

Y yo sigo:

—Qué bueno.

Y ella:

—Lo ves y te mueres. Es de locura.

Y yo seguía con el tambor. Eso lo cuento para que vean. Bueno. En eso pasó la hermana, después una de las sirvientas de las diez sirvientas que tienen en su casa y después, un rato después, vengo y le digo:

—Julia— ni sabía lo que iba a decir—, dime una cosa: si yo te regalara ese disco y Carlos el otro, ¿cuál pondrías más en el día?

Se me quedó mirando con mirada matemática de raíz cuadrada, y me dijo:

—Éste. El que estamos oyendo.

Yo entonces estiré las piernas, la miré, le eché una sonrisita y seguí tocando tambor, pero palabra que me costaba tocar tambor, porque lo que provocaba era salir gritando y llamar al cochinada de Carlos y decirle: mira Carlos, pendejo, nunca vas a hacerle esa cochinada porque Julia y yo, ¿no?, pero justo cuando se estaba acabando el disco me dijo:

—¿Qué fue lo que me preguntaste?

Palabra que no es mentira. Se lo repetí y ella me sonrió. Y me dijo:

—Qué salvaje eres.

Nunca la he entendido. Me imaginé que debía sonreírme y me sonreí. Después me dijo:

—Lo pondría todos los días si me gustaba.

—¿Qué cosa?— Yo comenzaba a olvidar todo el plan, todo lo que tenía en la cabeza se me reventó, ya nada, juro que yo no entendía a nadie, que estaba loco, tan loco que dije:

—Julia. Quiero que mañana vayas a la fuente de soda de la esquina porque quiero darte un regalo especial.

Ella preguntando cosas hasta que por fin aceptó y a las tres y media era la cosa. O sea que a las tres y media nos íbamos a encontrar en la fuente de soda. Así fue que salió lo del regalo. Por eso lo conté.

Total que hoy vengo y cogí lo que me dio mamá y salí a la calle. Me metí en todos lados. Vi todas las vitrinas. Entré en todas las tiendas y ni sabía qué podía regalarle. Pero no soy tan imbécil: si le dije que el regalo era especial por nada del mundo le doy cualquier cosa. Eso era lo que pensaba cuando estaba mirando el conejo. Porque en una de esas vi un conejo. Ustedes lo han visto. Está por ahí, en una de esas tiendas de Sabana Grande, y es un conejo blanco. Es un conejo más grande que un caballo y mueve las orejas y tiene los ojos rojos. Por cierto que me acordé del profesor Jaime, porque el profesor Jaime tenía siempre los ojos rojos. Por cierto que el profesor Jaime era un gran tipo, y cada vez que me acuerdo de él tengo una vaina con Carlos. Porque sé que Carlos es el cochinada típico que le pone tachuelas a profesores como el señor Jaime. Cuando estaba mirando el conejo, me juré que si alguna vez Carlos tocaba el oso de mi hermanita, que también tiene los ojos rojos, lo agarraba por las patas, lo batía contra el árbol y lo volvía una cochinada. Porque es lo que merece. Juro que si alguna vez Carlos se burla del oso, lo machaco, lo aplasto, le martillo los dedos y lo reviento. Eso es lo que merece. Total que estaba viendo el conejo y ¡ah! Nada: un pollo, Dios mío, ¿cómo no se me había ocurrido? Un pollito, chiquito, metido en una caja, y ella mirando el pollo, y jugando con su pollo todos los días, y dándole de comer, y así tú puedes preguntarle por el pollo y tienes algo de qué hablar y es algo especial, es un regalo único, anda, apúrate, y salí disparado a Canilandia. Creo que se llama así: Canilandia. Y está en una callecita que se mete de Sabana Grande a la avenida Casanova. Bueno. Y entré y el señor me regaló el pollo. Ni siquiera aceptó que yo se lo comprara. Bueno. Me fui a la fuente de soda. Cuando llegué pedí una merengada. Eso fue lo que pedí. Y ahí estuve. ¡Ajo! Estaba cansado. Hay que ver, corriendo, el sol, el pollo, y lo peor es que no podía correr mucho. Pero ahí estaba. Bueno. Pedí una merengada de chocolate. Ya van a ver. Pido la merengada. Es para quedarse en casa. Francamente: pido la merengada y el imbécil del mozo viene y se queda mirando a la caja. Claro que la caja se movía, ¿no?, pero por eso no tenía que poner cara de imbécil y quedarse mirando y mirando y decirme, porque me lo dijo:

—¿Y eso?

Tuve que decírselo:

—Un regalo.

—¿Un regalo?— se sonreía con los dientes puercamente llenos de oro.

—Un regalo.

—¿Y por qué se mueve?

—Porque adentro hay un pollo —digo.

—Ah, ¿sí? ¿Un pollo?

—Sí. Eso. Un pollo.

—Qué bien— dijo el tipo. Que si qué bien. Qué tipo, francamente. Bueno. La verdad es que no sé por qué cuento lo del mozo. Lo que sí es que ya estaba poniéndome nervioso porque Julia no llegaba y eran más de las tres y media. Ya como a las cuatro, dejé la caja con la copa encima y llamé a casa de Julia. Como estaba pendiente de la caja, o sea, pensando en que a lo mejor el pollo se ponía histérico y pateaba y se armaba el relajo, estuve como media hora sin responderle a la mamá. La mamá:

—¿Aló? ¿aló? ¿aló? ¿aló?

Bueno. Por fin le pregunté por Julia.

—No está, Juan —me dijo—. ¿Eres tú, no?

—Sí. Soy yo, señora.

—Ayer vi a tu mamá. ¿Cómo estás?

—Ah, bueno...

—Me dijo que no estudiabas casi nada.

—Un poco.

—Tienes que estudiar.

—Sí, señora— palabra que eso era lo que me decía. No miento. Siguió así:

—...y portarte muy bien, mira que ya eres un hombrecito.

—Sí, señora.

—Bueno. Tú vienes al cumpleaños, ¿no?

—Sí, señora.

—Julia está como loca... ya no sabe qué hacer. Bueno, Juan. Saludos por tu casa.

—Gracias, señora.

—Adiós.

—Adiós, señora.

¿Ven? Y la caja y la copa y el mozo y Julia no llega y la vieja: es para volverse loco. Palabra. Estuve a punto de tirar el teléfono. Y lo peor es que no he terminado: apenas me siento se me acerca de nuevo el mozo. ¡Qué tipo más imbécil! Me dice:

—¿Y para quién es el regalo?

Juré que si me seguía haciendo preguntas que a ti no te importan te tiro la copa desgraciado. Eso es lo que pensaba. Y dale con el regalo. Menos mal que alguien lo llamó. Ya yo estaba realmente harto. Dale con la caja, el pollo, la vieja. "Ayer vi a tu mamá en el mercado" y que si "tienes que estudiar porque eres un hombrecito, Julia está como loca". Francamente. Y nada que llegaba la desgraciada. ¿Por qué la gente tiene que preguntar tanto? En serio: ¿para qué vienen y te preguntan que por qué tu mamá usa anteojos? ¿Ah? Palabrita que si alguien pregunta que por qué mi mamá usa anteojos le nombro la madre. Palabrita. Sinceramente le digo a sí mismo: mire desgraciado, señor, ¿qué pasa? ¿Qué le pica? ¿Nunca ha visto un pollo? ¿Nunca ha visto una señora con anteojos? ¿Ah? Dígame esa gente que viene y te dice: ¿Qué hay? O te dicen: ¿Qué has hecho? ¿Pero qué carajo les importa? ¿Ah?

Bueno. Por fin Julia llegó. Era tardísimo. La vi bajarse de su impresionante Buick negro, con su vestido de pepas, y meneándose, para todos los tipos que estaban en la fuente de soda. Julia no puede dejar de menearse y mirar a todos los tipos. Por mí que se iría con el primer tipo que le dijera: "Oye tú, mira...". Seguro. Lo único que le importa a esa carajita es menearse y poder menearle los ojos a todos los degenerados que la miran. A veces comprendo un poco por qué a la cochinada de Carlos se le ocurrió eso que me dijo y que yo no puedo contar porque juré por Dios santo que no se lo decía a nadie. Pero bueno. Llega, se sienta, se monta el vestido hasta las pantaletas, se bota el pelo para atrás, se pasa la mano por el cuello, y después que me volvió porquería, se quedó mirando la caja vacía y me dijo:

—Ajjj Dios mío, me estoy muriendo de sed.

Se me olvidó decir que justo en el momento en que la vi salir de su maldito Buick, justo en ese momento, me dio una vaina y en un segundo abrí la caja, agarré al pobre pollo, y lo escondí en el bolsillo de la chaqueta.

Me salió con que si:

—¿Llevas mucho tiempo aquí?

—No. Acabo de llegar —le dije.

—¿Qué calor, verdad?

—Sí, espantoso —dije.

—No lo aguanto —dijo ella— Puf, me muero.

Y para colmo me di cuenta que el tipo de la corbatica negra nos estaba espiando. Apenas llegó Julia me di cuenta que paró las orejas y hacía lo posible por acercarse y vamos a ver qué oímos y qué pasará con el pollo. Francamente. Deben volverse imbéciles. Que si la mesa uno un perro caliente, la mesa cuatro una hamburguesa sin tomate y otra con tomate, la mesa ocho una merengada de chocolate y una Cocacola, y la mesa dos un café negro y otro marroncito pero sin mucho café y la mesa tres un helado de mantequilla y la mesa nueve... Claro: nosotros ahí, así se divertía. No sé si se han dado cuenta la cara de loquitos tristes que tienen todos. Y además de la tristeza de loquitos llevan una corbatica de lazo. Pobrecitos. No le metía la nariz en las piernas de Julia porque no podía, y claro, porque Julia, justo cuando el pobre desgraciado la miraba, cerraba un poco las rodillas, la maldita botaba el aire, se sobaba la rodilla, y después te miraba como para que no te pusieras a llorar ahí mismo. Después que se subió más de lo que tenía subido el vestido, vino, y con su vocecita de pito, levantó un dedito y llamó al mozo. Inmediatamente pensé que el pendejo del mozo llegaba y le contaba lo del pollo. Y lo peor es que con lo del pollo, tenía que mantener el brazo en una sola posición, así, con la mano en el bolsillo, sin dejar que el pollo chillara, tapándole la jeta con los dedos, y ya sentía el brazo calambreado. Además estaba comenzando a sudar por todas partes. Era horrible. No exagero. Bueno.

El mozo llega y se para delante de Julia:

—¿Desea algo, señorita?

—Sí. Por favor...

—Dígame.

—¿Tiene Cocacola?

El tipo le dice:

—Pepsicola —y aprovecha para mirarle todo.

—¿Pepsicola?

—Pepsicola —se hizo el loco y le miró las rodillas. Julia seguía con el dedo en el aire y se soplaba un mechón de pelo que le caía sobre la nariz. Por fin parece que Julia se dio cuenta que estaba pidiéndole algo al mozo y le dijo:

—¿Tiene Orange?

—No. No hay.

—¿Qué tienen?

El mozo como que ya estaba arrecho:

—Colita, Pepsicola, Hit, Sevenup y Grin.

—¿Tienen Grin?

—Sí.

—Bueno. Entonces una merengada de chocolate.

—¿De chocolate?

—No. Bueno. Tráigame una Grin.

El mozo estaba loco:

—¿Entonces Grin?

—Perdone —dijo Julia y se rio mirándome—, tráigame un helado de chocolate.

El mozo ni siquiera la miró. Salió disparado. Pobrecito. Y a todas éstas al maldito pollo como que le dio taquicardia porque comenzó a temblar y patalear y no sé qué diablos tenía. De golpe le abrí la jeta y el desgraciado chilló. Julia me miró y me dijo:

—¿Oíste?

—No —dije.

—Como un pito.

—Un niñito —dije.

—Fue raro —siguió Julia.

—Sí. A veces pasa.

—Mamá dice que oye todo el día una avispa en la oreja.

—Qué raro.

—Sí.

Por fin miró la caja, que estaba vacía, y me preguntó:

—¿Ese es el regalo?

Yo estaba esperando desde el principio la pregunta. Por fin. Sí, pero no sabía qué diablos podía decirle, ¿no? ¿Qué se puede decir si a uno le pasa una cosa de ésas? ¿Qué dice uno? Uno no sabe qué decir. Y yo dije que no. Que ése no era el regalo.

—¿Dónde está?

"¿Dónde está? ¿Dónde está?" ¡Qué pregunta!

—Me pasó algo, Julia.

—¿Qué cosa? ¿Se te quedó en tu casa?

—Fue un problema —le dije.

—¿Te caíste? ¿Y esa caja?

—Sí. Me caí. Se rompió. Esa es la caja.

—Qué lástima —dijo. Y justo oí que el pollo eructaba o algo así.

No sé qué le pasaba al bicho. Como que estaba ahogado.

—¿Dónde te caíste?

—En una escalera —le dije.

—Palabra que lo siento, Juan —dijo.

—No importa.

—Por supuesto que importa —me dijo. Y aprovechó para agarrarme la mano. Yo sudé. Después me sonrió, cambió las piernas para que todo el mundo le mirara las pantaletas y me dijo:

—¿Te vienes conmigo?

—No, gracias Julia.

En eso fue que llegó el mozo. O Bueno. Llegó antes o después de que se subió el vestido. El tipo traía una Cocacola. La puso, después pasó el pañito por una orilla de la mesa y se perdió. Julia me preguntó:

—¿No fue un helado de chocolate lo que pedí?

—No sé —le dije. Y sí sabía.

—Ah no... es verdad —dijo—. Ahora me acuerdo que pedí una Cocacola...

Cogió el pitillo, lo metió en la Cocacola y echó una chupadita. Después se pasó la lengua por la boca, se limpió la manchita de Cocacola que tenía en los labios, y se me quedó mirando sonreída. Inmediatamente comencé a sentirme como perdido. Como levantado del suelo. Lejos y al mismo tiempo muy cerca, tanto, que podía contarle los lunares que tiene en la nariz, esos punticos como marroncitos, como rosados que tiene juntados en la nariz, y mientras más la miraba, ella más se sonreía y yo volaba más lejos de ella, con la sonrisa, sin ella, con la sonrisa sola, flotando en el aire, con su sonrisa de espuma roja, y después que había volado con la sonrisa, la sonrisa regresaba a su cara, le cubría toda su cara y yo me daba cuenta que estaba ahí, frente a ella, y me entraba en el vientre un miedito dulce. Era un miedito como cuando vamos en un auto y de golpe el auto llega a una subida, y cae, y a ti te entra algo, se te abre algo en la barriga, y se te llena la barriga de ese miedo dulce que después sientes que se te escapa y te lo deja como vacío, como con un hambre raro.

—Juan —decía—. Oye, Juan...

Ni siquiera me di cuenta que tenía el pollo en el bolsillo, palabra. No me daba cuenta de nada. Para colmo ella me decía Juan, así, suavecito, Juan, como soplando el nombre, como soplándolo con el aliento, y apenas me llegaba el nombre, apenas lo oía, y volvía a entrarme esa vaina y me quedaba más perdido y más mareado que antes.

—Juan —me dijo—. Oye. ¿Qué te pasa?

—Nada —le dije.

—Oye. Tienes una cara...

Cuando me preguntó eso sentí el calambreo en el brazo y comencé a asustarme y de verdad verdad me comencé a sentir mal.

—No, Julia —le dije—. No me pasa nada.

—Me pareció que te sentías mal —me dijo ella.

El pollo volvió como a pitar y le tapé el pico, la cabeza y todo lo que pude taparle, desgraciado si sigues te ahogo, cállate, y Julia:

—¿Seguro que no te sientes mal, Juan?

Dale con lo mismo:

—¿Segurito, Juan? ¿Seguro que no te sientes mal?

—No, Julia. No. Palabra.

—¿Segurito?

—No, Julia.

—¿Pero seguro que no? No sé, tienes una cara...

—Palabra, te lo juro.

—¿Pero palabra, Juan? ¿No quieres ir al baño, Juan?

No le tiré el pollo porque francamente. Casi se lo estripo en la cara. Y lo peor es que siguió. Ya van a ver:

—Por mí —me decía la desgraciada—. Por mí puedes ir al baño.

—Pero bueno, Julia. Si no quiero ir al baño ¿para qué voy a ir?

—Pero no te dé pena. Anda.

—Julia. Deja la cosa del baño. No tengo ganas.

—No sé, Juan. Estás sudando y tienes una cara, yo sé, te conozco, eres capaz...

—¿Capaz...?

—Capaz de aguantarte por mí.

Eso era lo último.

—¿Aguantar qué?

—Aguantarte. Yo lo sé.

—Bueno, Julia. No me estoy aguantando. Te juro que no.

Por fin como que dejó la cosa y siguió tomando su maldita Cocacola. La odiaba. Juro que la odiaba como nunca. Hasta pensé en lo que me dijo Carlos y me pareció que Carlos no era tan inmundicia como yo lo había pensado. Me pareció que Carlos tenía razón en pensar en esas inmundicias, y le rogué que lo hiciera, que le hiciera inmundicias más asquerosas todavía. Me provocaba matarla. Cuando terminó su Cocacola y dio los últimos chupitos me dijo:

—Bueno, Juanito. Te espero en casa. No faltes —me lo dijo con lástima.

Después miró la caja vacía. Y después se levantó, me echó una sonrisita de "no sufras tanto que la vida no es tan mala" y se fue meneando el culo hasta su impresionante y asquerosísimo Buick negro. Ahí abrió la puerta, levantó las patas para que yo me derritiera con sus pantaletas, y después levantó su dedito y el maldito carro se perdió de vista en la esquina.

¡Dios mío! ¿Por qué pasan esas cosas? Apenas se fue, vuelve el mozo.

Tenía que volver. No podía quedarse quieto. Tenía que volver, llegar con cara de melón y preguntarme con su vocecita de marica dulce:

—¿Le dio miedo dárselo?

¿Por qué todo, por qué me pasa, por qué? ¿Por qué nunca podré, por qué jamás he podido...? ¡Dios mío! Me sentía tan mal...

Metí la cabeza entre los brazos y por fin oí que el mozo se alejaba hacia otra mesa.

Entonces oí las risas. Apenas levanté la cara, vi que el mozo se reía junto a un gordo, y los dos me miraban. Se reían, hablaban un poco y volvían a soltar la carcajada. Yo comencé a sentirme rojo hirviendo, vi que no aguantaba más y que ese rojo hirviendo era cada vez más caliente y me quemaba más la garganta y los ojos y aflojé todo y entonces todo se me fue por los ojos y ya nada me importó entonces, lo juro, ya nada me importaba.

Cuando terminé de llorar, saqué al pobre pollo del bolsillo y me le quedé mirando: estaba tranquilito. Estaba como dormido. Me gustó pasarle la mano por su cabecita, por su cuerpo, y era tibio y bueno, y pensé que nos parecíamos los dos, él y yo, y estaba muy tibio y seguía como dormido. Estaba tan tranquilo que comencé a sentir algo espantoso. Entonces me dio frío y todo asustado lo dejé caer en el suelo.

martes, 25 de septiembre de 2007

SOBRE EL Un articulo: POR QUE DE LOS TALLERES LITERARIOS EN ARGENTINA

Existen explicaciones, muchas y variadas, sobre las causas del “Boom” de los talleres literarios. Su origen es coincidente con los años sesenta, como antecedente primario, en la que un grupo de personas todas ellas amantes de la literatura, se reunía en bares, confiterías y cafés para la lectura, comentarios y debates encendidos muchas veces, no académicos en la mayoría de ellos, sobre los distintos géneros literarios y sus autores.
Que éstos surgieran con gran fuerza, primero en Norteamérica y después en la Argentina, fue razón suficiente para que fueran adoptados como un fenómeno imitativo y “snobs”sobre todo por el habitante del centro porteño.
Expresa Silvina Riera: “La más europea de las ciudades latinoamericanas es “La capital de los talleres literarios”, más allá de esta expresión veladamente “Eurocéntrica” deberíamos decir también una de las mas fragmentadas socialmente con un evidente malestar en la cultura que se manifiesta con formas de expresión literarias alternativas, en particular con el crecimiento del número de talleres literarios. Todos tienen algo que decir y lo dicen.
No coincido en que el motivo sea la aspiración burguesa, genuina desde luego, de aprender a ser escritor profesional y publicar sino una desesperada necesidad del ser de emerger en la conciencia y hacer propiedad común del lenguaje unificador del sujeto social , agredido por la hiperfragmentacion de las clases sociales y la faltan de una identidad social.
Coincido en parte con la expresión de Heker “La escritura es democrática y la literatura no”, yo agregaría que la escritura emergente de los talleres es democrática por la estructura horizontal y no autoritaria de los mismos.
Es interesante una expresión de saccomanno “A mí lo que me importa es que cada uno encuentre su propia voz”, delinea su espíritu antiverticalista lo que favorece al orientar la creación literaria y como consecuencia el surgimiento del ser a través del lenguaje.
Me gustaría concluir con una cita realizada por Steimberg que reivindica la práctica de la reescritura como el mejor ejercicio de taller literario.” Borges pensaba que lo único que podemos hacer es reescribir. El decía algo parecido al Eclesiastés:”Todo está ya escrito, todo sucedió ya”. De acuerdo a esto con las palabras articuladas según un orden sintáctico y su correspondiente semántica se reconstruye el sujeto.

sábado, 22 de septiembre de 2007

Cuadro comparativo entre relato, novela corta y novela tradicional

El cuento de Navidad de Auggie Wren, de Paul Auster (USA)

Para una excelente versión del cuento pueden ver la película Smoke, dirigida por Wayne Wang

"Le oí este cuento a Auggie Wren.
Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre.
Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.

Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años.
Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo.
Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren.
Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.

Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío.
Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros.
Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida.
A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista.
Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada.
A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso.
Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías.
Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.

Dios sabe qué esperaba yo.
Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente.
En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos.
Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla.
Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista.
El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías.
Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.


Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar.
Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca.
Todas las fotografías eran iguales.
Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes.
No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación.
Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:

- Vas demasiado deprisa.
Nunca lo entenderás si no vas más despacio.

Tenía razón, por supuesto.
Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada.
Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente.
Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones.
Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos).
Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.

Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos.
Cogí otro álbum.
Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio.
Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí.
Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto.
Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.

- Mañana y mañana y mañana - murmuró entre dientes -, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.

Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.


Eso fue hace más de dos mil fotografías.
Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos.
Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.

A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad.
Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría.
En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico.
¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté.
¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?

Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad.
Las propias palabras "cuento de Navidad" tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza.
Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así.
Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental?
Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja.
Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.

No conseguía nada.
El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza.
Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre.
Me preguntó cómo estaba.
Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.

- ¿Un cuento de Navidad? - dijo él cuando yo hube terminado.
¿Sólo es eso?
Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca.
Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.

Fuimos a Jack's, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes.
Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.

- Fue en el verano del setenta y dos - dijo.
Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda.
Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético.
Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable.
Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi.
Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar.
Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic.
Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié.
Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.

Resultó que era su cartera.
No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías.
Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara.
Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena.
No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él.
Robert Goodwin. Así se llamaba.
Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela.
En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara.
No tuve valor.
Me figuré que probablemente era drogadicto.
Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?

Así que me quedé con la cartera.
De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto.
Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer.
Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes.
Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina.
Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.

La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas.
Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio.
Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio.
Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre.
No pasa nada.
Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme.
Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies.
Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.

- ¿Eres tú, Robert? - dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.

Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.

- Sabía que vendrías, Robert - dice -.
Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.

Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.

Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes?
Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.

- Está bien, abuela Ethel - dij e-.
He vuelto para verte el día de Navidad.

No me preguntes por qué lo hice.
No tengo ni idea.
Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé.
Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.

No llegué a decirle que era su nieto.
No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía.
Sin embargo, no estaba intentando engañarla.
Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas.
Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert.
Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto.
Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.

Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos.
Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa?
Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía.
Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.

- Eso es estupendo, Robert - decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo.
Siempre supe que las cosas te saldrían bien.

Al cabo de un rato, empecé a tener hambre.
No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas.
Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas.
Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente.
Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas.
Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo.
Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro.
Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.

Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras.
De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad.
Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente.
Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí.
Así de sencillo.
Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.

No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca.
Demasiado Chianti, supongo.
Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé.
No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme.
Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui.
Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento.
Y ése es el final de la historia.

- ¿Volviste alguna vez? - le pregunté.

- Una sola - contestó.
Unos tres o cuatro meses después.
Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún.
Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí.
No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.

- Probablemente había muerto.

- Sí, probablemente.

- Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.

- Supongo que sí.
Nunca se me había ocurrido pensarlo.

- Fue una buena obra, Auggie.
Hiciste algo muy bonito por ella.

- Le mentí y luego le robé.
No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.

- La hiciste feliz.
Y además la cámara era robada.
No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.

- Todo por el arte, ¿eh, Paul?

- Yo no diría eso.
Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.

- Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?

- Sí - dije -.
Supongo que sí.

Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara.
Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia.
Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría.
Me había embaucado, y eso era lo único que importaba.
Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.

- Eres un as, Auggie - dije -.
Gracias por ayudarme.

- Siempre que quieras - contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos.
Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?

- Supongo que estoy en deuda contigo.

- No, no.
Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.

- Excepto el almuerzo.

- Eso es.
Excepto el almuerzo.

Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta."

martes, 18 de septiembre de 2007

Una reflexión de Guillermo Díaz sobre el teatro y el arte

"el teatro, como toda expresión artística, es alimento para el alma; es reflexión y expresión de la inteligencia del hombre de un país; es el conocerse a sí mismo; saber hablar de lo que fue nuestra historia, de lo que estamos haciendo ahora y hacia dónde vamos.

Cuando el espectador ve una obra de teatro y reconoce qué está pasando en ella, decide: "¿Yo quiero ser así o no quiero ser así?", "¿Quiero que ese sea mi futuro o no?". Así no sea un pensador, se va a quedar con eso y en su vida cotidiana, él va a decidir porque vio reflejado en el escenario algo que le pertenece. La función del teatro es sanar a la gente, por eso el hombre de teatro ha sobrevivido por siglos."

(Vía el nacional)

miércoles, 5 de septiembre de 2007

Decálogo de un cuentista, Andrés Neuman (Argentina)

1. Contar un cuento es saber guardar un secreto.

2. Aunque hablen en pretérito, los cuentos suceden siempre "ahora". No hay tiempo para más ni falta que hace.

3. El excesivo desarrollo de la acción es la anemia del cuento, o su muerte por asfixia.

4. En las primeras líneas un cuento se juega la vida; en las últimas líneas, la resurrección. En cuanto al título, paradójicamente, si es demasiado brillante se olvida pronto.

5. Los personajes no se presentan: actúan. La atmósfera puede ser lo más memorable del argumento. La mirada, el personaje principal.

6. El lirismo contenido produce magia. El lirismo sin frenos, trucos.

7. La voz del narrador tiene tanta importancia que no debe escucharse demasiado.

8. Corregir: reducir.

9. El talento es el ritmo. Los problemas más sutiles empiezan en la puntuación.

10. En el cuento, un minuto puede ser eterno y la eternidad caber en un minuto.

11. Narrar es seducir: jamás satisfagas del todo la curiosidad del lector.

Nuevo decálogo de un cuentista, Andrés Neumann (Argentina)

I

Si no emociona, no cuenta.

II

La brevedad no es un fenómeno de escalas. La brevedad requiere sus propias estructuras.

III

En la extraña casa del cuento los detalles son los pilares y el asunto principal, el tejado.

IV

Lo bello ha de ser preciso como lo preciso ha de ser bello. Adjetivos: semillas del cuentista.

V

Unidad de efecto no significa que todos los elementos del relato deban converger en el mismo punto. Distraer: organizar la atención.

VI

Anillo afortunado: a quien escribe cuentos le ocurren cosas, a quien le ocurren cosas escribe cuentos.

VII

Los personajes aparecen en el cuento como por casualidad, pasan de largo y siguen viviendo.

VIII

Nada más trivial, narrativamente hablando, que un diálogo demasiado trascendente.

IX

Los buenos argumentos jamás pierden el tiempo argumentando.

X

Adentrarse en lo exterior. Las descripciones no son desvíos, sino atajos.

XI

Un cuento sabe cuándo finaliza y se encarga de manifestarlo. Suele terminar antes, mucho antes que la vanidad del narrador.

XII

Un decálogo no es ejemplar ni necesariamente transferible. Un dodecálogo, muchísimo menos.

FIN

Noveno relato: "Música incidental", de Jesús Nieves Montero

A Jennifer y Leika
A Arly por contarme un lado de la historia

I

Un golpe en su hombro —el mesonero llevándole la cuenta porque estaban a punto de cerrar— le interrumpía la versión de My way que terminaba de interpretar ante un público en trajes de etiqueta en un pub neoyorquino. Probablemente por eso no funcionaba la técnica de la personificación: tenía que estirar demasiado la imaginación para llevar ese bar barato de portugueses en la avenida Fuerzas Armadas con sus borrachos morosos suplicando la del estribo y sus mesoneros hediondos y amanerados hasta su recuerdo de Nueva York, para que el escenario alcanzara la dimensión del artista.
De cualquier manera insistió. Como escritor en pleno bloqueo se había dado a la tarea de cazar historias donde las hubiese, al principio trató de hacerlo perdiéndose en las calles buscando, como un modernista, la multitud; también yendo a las fiestas de sus amigos de las cuales se había alejado varios años antes cultivando una imagen de ermitaño literario, pero eso no funcionaba. Así que salía de su casa en dos turnos, mañana y noche, convertido en un estudiante angustiado porque tiene un examen; un marido infiel acechado por la culpa y la sombra de su esposa perseguidora; un político devaluado que sueña con desmesurados planes para retomar el poder; un predicador evangélico, armado con una Biblia gratuita de los Gedeones, vociferante en las calles; un músico derrotado por la economía de mercado norteamericana que apenas logra comer cantando en locales nocturnos de Nueva York, cuando su título de la Julliard debería haberle garantizado plaza fija en un gran escenario.
Pero debía haber una falla, no se convertía ni siquiera en una estadística. Ni lo agredían, ni lo insultaban, ni siquiera sentía que la indiferencia del mundo exterior estaba dirigida directamente contra él sino que era una actitud generalizada. Quiso ser asaltado, preso, torturado, agredido, discriminado, descubierto en su infidelidad, encontrarse con un ateo que la emprendiera contra su proselitismo, verse en la baranda de un puente y sentir deseos de terminar con su angustia pero todos los mecanismos parecían atascados.
Dosificaba con buenas perspectivas el dinero que su hermana le enviaba desde el exterior por cuidar su apartamento y mantenerle los pagos al día. Desde que podía verla con la webcam y recibía fotos e informaciones prácticamente a diario, la distancia, la ausencia se había vuelto irrelevante. Podría decirse que la extrañaba. Podría decirse que rogaba a Dios porque nunca regresara. Y deseba aprovechar la coyuntura para escribir. Y seguir así indefinidamente. Le gustaba soñar con encontrar un mecenas, por lo cual revisaba en internet en caso de que alguien solicitara escritores para tomarlos bajo su protección.

II

Consideró que era demasiado ambicioso personificar un hombre que fuera resultado de las complejidades de una biografía íntegra, así que se concentró en situaciones. Jugaba al llegar a su casa que había perdido las llaves y no podía entrar; si hacía cola en un banco era un ladrón que esperaba refuerzos, que nunca llegaban, para comenzar un golpe milmillonario; tropezaba intencionalmente en la calle para ver las reacciones de los demás transeúntes; sentando en un banco del Parque del este era un cazador de nuevos talentos para el modelaje internacional; fingía que le había ocurrido un accidente automovilístico y necesitaba un baño para lavarse y un teléfono.
Así la conoció. Una noche vio un local de San Bernardino —apuestas hípicas, loterías, billar—, iba camino a su casa y no quiso acostarse sin haber hecho un esfuerzo más. La historia sería la siguiente: uno de los cauchos había recibido la puñalada de un clavo y se desinfló. Le pareció buen presagio esa frase, le sonó poética. Se bajó del carro y acarició con violencia la cara interna del caucho del copiloto hasta embarrarse, al principio tuvo reparos, pero también acercó su camisa. Se miró, se vio sucio, merecía solidaridad, compasión. Entró, habló con el encargado. La vio. Jeans desteñidos forrando unas piernas torneadas y unas nalgas que parecían dos inmensos gajos de mandarina, un top sin sostén debajo que resaltaba unos senos que lo obsesionaron. No es el tipo de mujer que buscan los públicos de hoy, le dijo su personalidad de experto en modelos, muy rellena. Fue al baño, se lavó con el jabón disponible —detergente en polvo para ropa— y salió aún con las manos mojadas y la vio escribir en una libreta pequeña, de espiral metálico en la parte superior, escuchó para entender: eran las apuestas de la siguiente carrera del hipódromo de Valencia. Decidió sentarse y pedir una cerveza. Golpeaba con los dedos de su mano derecha la mesa de formica, comenzó a sudar y se sintió un ludópata esperando que su caballo le resarciera de todas sus pérdidas. Entusiasmo. Y la llamó para tratar de colocar una apuesta. Y ella quiso explicarle todos los procedimientos de un juego que él no conocía y quiso sugerirle que ella estaba a un par de horas de salir e inclinándose y mostrando su escote le hizo saber que estaría disponible para donde él quisiera llevarla. Y él pensó que si del refugio entre las piernas de una mujer se podía concebir un niño, con más razón podía surgir también una nueva historia. ¡Cómo no lo había considerado!

III

¿Primero? Primero fue la marca bajo el seno, la evidencia de la incisión que hizo el cirujano plástico para incorporarle la prótesis que le daba un par de tallas más de sostén. La descubrió la noche de su encuentro lamiendo el seno derecho, tratando de establecer sus linderos, había sentido algo tirante en la piel del escote la primera vez que lo acarició, recién salidos del Saturday night, lo cual le hizo sospechar del implante pero a él nunca le había importado con ninguna otra mujer e, incluso, antes de llegar esa noche al hotel, paseando sus manos sobre la ropa de ella, le pareció un todo real, tenso de deseo. Lamía, entonces, su seno, lo recorría y cuando quiso bajar, tal vez a buscar su sexo, o sólo su vientre, la lengua encontró en el pliegue entre el tórax y el seno una protuberancia, una textura, un reto a las papilas diferente: fue un descubrimiento, sinceramente, la madera lisa del resto de su seno había terminado por aburrirle, así que se concentró en esa nueva sensación.
Sus ojos, que estaban cerrados, se abrieron para ver la causa de esta diferencia y allí tuvo el tejido reconstituido pero diferente y siguió lamiendo insistiendo allí. Nunca se había operado, así que en su propio cuerpo no conocía de cicatrices. No comentó sobre su predilección, pero ella debió notar la forma como se consagraba a esa zona y el deseo aumentaba y terminaron haciendo el amor pero en su cabeza estaba, sobre todo, la cicatriz.

IV

Siguieron saliendo. Miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo había carreras, él iba a buscarla al Saturday night cada noche, después de las doce, incluso alguno de los días terminaba por tenerlo libre y los encuentros nocturnos se mudaron de los hoteles de tráfico rápido al apartamento que cuidaba a su hermana. Ella le contaba que vivía con su madre, lo que quería ser y hacer y le hablaba de su hijo, el padre, hijo de puta, estaría pudriéndose en una cárcel, todavía repitiendo que robaba para darle de comer a ellos aunque nunca vieron un centavo. Él no se asustó, de hecho pidió conocer al niño. Algo faltaba en su vida y la idea del niño pareció darle nuevas perspectivas.
Pero el motor de todo era ese cuerpo. Sus encuentros. Comenzó a llevar consigo la hojilla y a simular los accidentes. Una pequeña incisión sobre el pezón izquierdo, un error, una confusión, cómo pudo haber pasado. Mientras esa herida sanaba y producía su propia cicatriz, él seguía lamiendo bajo los senos, pero se excitaba ante la anticipación de ese nuevo punto de territorio. Y vamos a comer helados con tu hijo, es todo un hombre de la casa, ¿le caigo bien?, no lo había notado, sí, nos vi en un espejo y parecemos padre e hijo. Y a las dos semanas sobre el seno ya era una cicatriz madura y lamió y la lamió, tres puntos sobre su cuerpo para estar concentrado. Pero pronto sintió necesidad de otra herida. La quiso cerca del ombligo. Y la hizo. Por la tarde fingía ser padre, orgulloso. Lunes, miércoles y viernes béisbol de dos a cinco, el resto de los días alguna caminata, algún paseo, algún museo, todavía no se le ocurrían historias pero sentía que el método de personificación funcionaba, tenía fe, esperaba las historias que no veía y se hacía encajar hasta formar el cuadro de una familia, cómo no nos habíamos encontrado antes, incluso algún te amo se habría colado. Las cicatrices. Otro accidente, risas, la mala suerte, una hojilla, quién podría pensarlo, por eso advierten, tienen razón, no son juguete, maneje con cuidado, mantenga fuera del alcance de los niños. Tres, cuatro, diez, quince heridas, así sí podía hacerse un cuerpo, podía concebir una amante, siempre había heridas nuevas, en su paso a convertirse en cicatrices y ya el cuerpo podía ser el cuerpo amado, una cartografía de lugares que rompieran con la monotonía de la piel corriente, ya ni siquiera daba excusas por la hojilla, todo sucedía y era parte de su vínculo. Y por la mañana, mientras imaginaba que su hijo salía al colegio preparado por su suegra y que su esposa dormía el cansancio de la noche anterior y conservaba las heridas que serían el placer de la noche siguiente, compraba cinco o seis periódicos y los leía buscando historias, pensó que la mejor manera de detonar las historias era con palabras escritas, pero no productos terminados de creación, sino esas maravillas de construcciones híbridas que sólo hallaba en una buena crónica, un artículo de opinión, la página de sociales, los obituarios o las páginas rojas. La mujer, el niño, el bloqueo. Y las cicatrices.

V

La esperó una noche de viernes fuera del Saturday night. Doce—Una—Dos—Tres. No la vio salir. No quiso llamar. Pensó ampliar su registro haciendo de marido ofendido y defraudado. No pudo saber que se había desmayado. Que cuando llegó al hospital la desnudaron. Que al llegar la madre no pudo sino llorar ante todas las cicatrices de ese cuerpo que le exhibía el residente de la emergencia, ese cuerpo ella recordaba niña cuando la bañaba, adolescente cuando la acompañó a sus primeras visitas al ginecólogo, los días previos y el propio día de la boda cuando la ayudaba a colocarse todo el andamiaje del vestido. Tomaba su mano mientras se recuperaba y, airadamente, juraba venganza, en silencio, mientras veía que el policía encargado de hacer el expediente que comenzaría la investigación había encontrado entretenimiento en las piernas de la enfermera y ya estaba sobre ella, con la mano muerta sobre la cintura, en caída controlada hacia las nalgas y hasta allí llegaría el procedimiento, al menos el relacionado con las heridas de su hija. ¿Quién lo hizo?, ya, mamá, está bien, ¿Cómo va a estar bien?, mamá, por favor, estamos en un hospital, no grites, igual, la vida es así.


VI

El domingo siguiente, aún —y muy concentrado— en su papel de cónyuge defraudado, se levantó y compró los periódicos. Cuando abrió Últimas noticias fue directo a las páginas intermedias, las dedicadas a las regiones y las de sucesos, siempre estaban los grandes titulares pero también había notas pequeñas, mínimas, escuetas, la definición de un relleno para cumplir con el espacio de la página. Allí leyó el título: Torturada por su amante y el subtítulo, Porque te quiero te estropio. Hablaban de cómo una mujer joven que se había desmayado en su centro de trabajo, una popular casa de apuestas del norte de la ciudad, ingresó por esta razón al Hospital Universitario de Caracas, pero al despojarla de sus ropas para examinarla encontraron decenas de heridas de arma blanca, probablemente una navaja. Se decía que la mujer tenía un hijo y vivía con él y con su madre. Se decía que la policía investigaría. Ni el nombre de Mariana se decía. Pero era ella. Era ella y ahora todo había terminado. No sintió temor por esa mala casualidad: aunque soñó con oscuridades de calabozos, con violaciones y linchamientos, incluso su muerte, vio otra vez el tamaño de la nota: las conocía, era de los casos que a nadie interesaría, tal vez sólo a un escritor bloqueado que buscara en los periódicos gérmenes para nuevas historias. El único policía disponible hablaba de escenarios: extraño accidente, violencia doméstica. Creía que se trataba de un asunto sexual. ¿Por qué no seguiría pensando? Un rito satánico, una forma evolucionada del tatuaje tradicional, intentos de suicidio vacilantes, en estos días se ven tantas cosas. De cualquier manera había terminado. No vería más a Mariana, no vería más a Adrián.

VII

El niño está de pie, callado, en la puerta del salón de profesores, con los ojos dolorosamente abiertos como si, cual caricatura, un mondadientes u otro tipo de varilla mantuviera los párpados levantados. Chorrea agua por sus manos, las puntas de los dedos, extendidas, parecen pequeño grifos. El olor ha comenzado a llenar la habitación. La maestra lo observa. La franela blanca tiene manchas marrones. La maestra lo ve, en el pedagógico no le han enseñado cómo se responde a esto, igual no se ha graduado pero no cree que le falte justo el curso que lo enseña. Le dice que buscará los teléfonos de sus padres. El niño es una estatua.
Revisa el bolso, los cuadernos, ni un teléfono, ni un nombre. No quiere bajar a la dirección: el archivo de una escuela pública es un cementerio inexpugnable de papeles, los expedientes seguramente fueron quemados en los últimos disturbios o botados como basura por la bedel nueva que contrataron por ser compañera de partido. Solo una ficha del equipo de béisbol. Un teléfono celular. Tiene poco saldo pero igual intenta la llamada.

—Sr. Rivas. Necesitamos que venga al colegio, hubo un pequeño accidente con Adrián [...] —Perdone, pero es el único teléfono que encontramos [...] —Si no fuera importante no lo hubiéramos molestado, además, la madre [...] —No, nada grave, pero, por favor, traiga una muda de ropa.

Por supuesto que ella no podría responder a las nueve de la mañana. A esa hora las ojeras, la noche anterior, simplemente el caminar de una mesa a otra, de un apostador a otro llevando la libreta y apuntando las jugadas, las caminatas al baño para orinar el efecto de los dos o seis cervezas que le brindaron, el cansancio del brazo retirando las manos de los clientes que en un aparente descuido se posaban en sus nalgas, el cansancio de escuchar la conversación del taxista y luego el cansancio de dormir sola o del sexo con una nueva pareja. Ni siquiera el desmayo la habría podido detener. Su vida era un carrusel que sólo se detendría con su muerte. Al menos eso creía haber aprendido de ella. Dos meses después. No había bloqueos ni detenciones como en su aventura de escritor. A esa hora ella nunca iría.
Trata de recordar la talla de ropa de Adrián, le había comprado el uniforme del béisbol. Se detendrá, pedirá tallas para niños de nueve años. Ocho y medio. Nueve, debe ser lo mismo. Y tratará de imaginar a Adrián. Siempre lo recuerda. En realidad lo extraña. Y siempre lamentó no conservar una foto de él. Comprará una franela y un pantalón o short, le dirá a la maestra que se lleva al niño, desayunarán, hablará con él, lo dejará a dos cuadras de su casa, le dirá que nunca le comente a su madre y le propondrá encontrarse algunos días, podrían seguir siendo amigos, si es que él entendía la amistad, claro que la entiende, es un niño astuto.
Pero, ¿qué le pudo haber pasado a Adrián, por qué un cambio de ropa, por qué la maestra con voz alterada, por qué no consiguieron primero a Mariana y la abuela, por qué no contestó la abuela, por qué no se le ocurren historias, por qué insiste en escribir?
Llega al colegio, busca a la maestra. Le dice que Adrián está en el baño, sí, señor, ¿cuál es su nombre?, no, no soy el padre, buen amigo de la familia, fue atacado, algo horroroso, sí, lo metieron de cabeza, retrete, porque les dio la gana, son niños mayores, la violencia, sí, es difícil, y los padres, creen que dejan a los niños y aquí haremos milagros, creen que meten pellejo y saldrá lomito, si me perdona el ejemplo, estamos muy apenados, buscaremos responsables, castigo, castigo, claro que puede llevárselo.
En el baño, Adrián está de pie, sólo lleva puesta su ropa interior. Se resiste a llorar, seguro agotó sus lágrimas cada noche esperando a su padre, cuando no le podían comprar algún juguete, cuando su abuela le soltaba, con o sin razón, un correazo. Ninguno de los dos se aproxima, se diría que van a comenzar una batalla, otro David enfrentando a otro Goliat. Filtrado el sonido entre la separación que deja la hoja de lata gris que sirve de puerta al baño, escucha unos pasos, tacones, en general, en la escuela de Adrián hay profesoras pero aún cree, con ingenuidad, con ceguera, que puede aislar el sonido firme, marcial de los zapatos de Mariana, el par de cuero negro que llevaba la primera noche o los de semicuero rojo, gastadísimos, que le encantaban por su comodidad. Y en un descuido, cuando los ojos del niño se clavan en los suyos, él pierde el control de los eventos y los sonidos todos caen como una cascada, fundidos, los pasos, los gritos de otros niños, las bocinas de algunos automóviles puertas afuera. Extiende la mano y espera la reacción del niño, su mirada es de rencor, ¿cuántas veces habrá preguntado por qué no había aparecido más, por qué no más helado a media tarde los domingos, ni aplausos en el béisbol? Es capaz de esperar toda la vida. En la mano izquierda lleva la bolsa con la ropa, en el bolsillo opuesto de su saco lleva la hojilla, no la había sacado desde la última vez con Mariana. ¿Si llegara ella, qué podrían decirse? Espera un arrebato, trasposición, carro de fuego o ángel de muerte, aunque la escena resiente la falta de música incidental. No habrá registro alguno en los periódicos. De cualquier manera sabe que se han desprendido del mundo, pero no teme. Intuye una historia.

domingo, 2 de septiembre de 2007

Octavo relato: "Dochera", de Edmundo Paz Soldán (Bolivia)

a Piero Ghezzi

Todas las tardes la hija de Inaco se llama Io, Aar es el río de Suiza, Somerset Maugham ha escrito La luna y seis peniques y Philip Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? El símbolo quím8ico del oro es Au, Ravel ha compuesto el Bolero y hay puntos y rayas que indican letras. Insípido es soso, las iniciales del asesino de Lincoln son JWB, las casas de campo de los jerarcas rusos son dachas, Puskas es un gran futbolista húngaro, Veronica Lake es una famosa femme fatale , héroe de Calama es Avaroa y la palabra clave de Ciudadano Kane es Rosebud. Todas las tardes Benjamín Laredo revisa diccionarios, enciclopedias y trabajos pasados para crear el crucigrama que saldrá al día siguiente en El Heraldo de Piedras Blancas. Es una rutina que ya dura veinticuatro años: después del almuerzo, Laredo se pone un apretado terno negro, camisa de seda blanca, corbata de moño rojo y zapatos de charol que brillan como los charcos en las calles después de una noche de lluvia. Se perfuma, afeita y peina con gomina, y luego se encierra en su escritorio con una botella de vino tinto y el concierto de violín de Mendelssohn en el estéreo para, con una caja de lápices Staedtler de punta fina, cruzar palabras en líneas horizontales y verticales, junto a fotos en blanco y negro de políticos, artistas y edificios célebres. Una frase serpentea a lo largo y ancho del cuadrado, la de Oscar Wilde la más usada, Puedo resistir a todo menos a las tentaciones. Una de Borges es la favorita del momento: He cometido el peor de los pecados: no fui feliz. ¡Preclara belleza de lo que se va creando ante nuestros ojos nunca cansados de sorprenderse! ¡Maravilla de la novedad en la repetición! ¡Pasmo ante el acto siempre igual y siempre nuevo!
Sentado en la silla de nogal que le ha causado un dolor crónico en la espalda, royendo la madera astillada del lápiz, Laredo se enfrenta al rectángulo de papel bond con urgencia, como si en éste se encontrara oculto en su basta claridad, el mensaje cifrado de su destino. Hay momentos en que las palabras se resisten a entrelazarse, en que un dato orográfico no quiere combinar con el sinónimo de impertérrito. Laredo apura su vino y mira hacia las paredes. Quienes pueden ayudarlo están ahí, en fotos de papel sepia que parecen gastarse de tanto ser observadas, un marco de plata bruñida al lado de otro atiborrando los cuatro costados y dejando apenas un espacio para un marco más: Wilhelm Kundt, el alemán de la nariz quebrada (la gente que hace crucigramas es muy apasionada), el fugitivo nazi que en menos de dos años en Piedras Blancas se inventó un pasado de célebre crucigramista gracias a su exuberante dominio del castellano —decían que era tan esquelético porque sólo devoraba páginas de diccionarios de etimologías en el desayuno, almorzaba sinónimos y antónimos, cenaba galicismos y neologismos—; Federico Carrasco, de asombroso parecido con Fred Astaire, que descendió en la locura al creerse Joyce e intentara hacer de sus crucigramas reducidas versiones de Finnegans Wake; Luisa Laredo, su madre alcohólica, que debió usar el seudónimo de Benjamín Laredo para que sus crucigramas abundantes en despreciada flora y fauna y olvidadas artistas pudieran ganar aceptación y prestigio en Tierras Blancas; su madre, que lo había criado sola (al enterarse del embarazo, el padre de dieciséis años huyó en tren y no se supo más de él), y que, al descubrir que a los cinco años él ya sabía que agarradera era asa y tasca bar, le había prohibido que hiciera sus crucigramas por miedo a que siguiera su camino. Cansa ser pobre. Tú serás ingeniero. Pero ella lo había dejado cuando tenía diez, al no poder resistir un feroz delirium tremens en el que las palabras cobraban vida y la perseguían como mastines tras la presa.
Todos los días Laredo mira al crucigrama en estado de crisálida, y luego a las fotos en las paredes. ¿A quién invocaría hoy? ¿Necesitaba la precisión de Kundt? Piedra labrada con que se forman los arcos o bóvedas, seis letras. ¿El dato entre arcano y esotérico de Carrasco? Cinematográfico de John Ford en El Fugitivo, ocho letras. ¿La diligencia de su madre para dar un lugar a aquello que se dejaba de lado? Preceptora de Isabel la Católica, autora de unos comentarios a la obra de Aristóteles, siete letras. Alguien siempre dirige su mano tiznada de carbón al diccionario y enciclopedia correctos (sus preferidos, el de María Moliner, con sus bordes garabateados, y la Enciclopedia Británica desactualizada pero capaz de informarlo de árboles caducifolios y juegos de cartas en la alta edad media), y luego ocurre la alquimia verbal y esas palabras yaciendo incongruentes una al lado de otra -dictador cubano de los 50, planta dicotiledónea de Centro América, deidad de los indios Mohauks-, de pronto cobran sentido y parecen nacidas para estar una al lado de la otra.
Después, Laredo camina las siete cuadras que separan su casa del rústico edificio de El Heraldo, y entrega el crucigrama a la secretaria de redacción, en un sobre lacrado que no puede ser abierto hasta minutos antes de ser colocado en la página A14. La secretaria, una cuarentona de camisas floreadas y lentes de cristales negros e inmensos como tarántulas dormidas, le dice cada vez que puede que sus obras son joyas para guardar en el alhajero de los recuerdos, y que ella hace unos tallarines con pollo para chuparse los dedos, y a él no le vendría mal un paréntesis en su admirable labor. Laredo murmura unas disculpas, y mira al suelo. Desde que su primera y única novia lo dejó a los dieciocho años por un muy premiado poeta maldito -o, como él prefería llamarlo, un maldito poeta-, Laredo se había pasado la vida mirando al suelo cuando tenía alguna mujer cerca suyo. Su natural timidez se hizo más pronunciada, y se recluyó en una vida solitaria, dedicada a sus estudios de arqueología (abandonados al tercer año) y al laberinto intelectual de los crucigramas. La última década pudo haberse aprovechado de su fama en algunas ocasiones, pero no lo hizo porque él, ante todo, era un hombre muy ético.
Antes de abandonar el periódico, Laredo pasa por la oficina del editor, que le entrega su cheque entre calurosas palmadas en la espalda. Es su única exigencia: cada crucigrama debe pagarse el día de su entrega, excepto los del sábado y el domingo, que se pagan el lunes. Laredo inspecciona el cheque a contraluz, se sorprende con la suma a pesar de conocerla de memoria. Su madre estaría muy orgullosa de él si supiera que podía vivir de su arte. Debiste haber confiado más en mí, mamá. Laredo vuelve al hogar con paso cansino, rumiando posible definiciones para el siguiente día. Pájaro extinguido, uno de los primeros reyes de Babilonia, país atacado por Pedro Camacho en La tía Julia y el escribidor, isótopo radiactivo de un elemento natural, civilización contemporánea de la nazca en la costa norte del Perú, aria de Verdi, noveno mes del año lunar musulmán, tumor producido por la inflamación de los vasos linfáticos, instrumento romo, rebelde sin causa.
Ese atardecer, Benjamín Laredo volvía a casa más alegre de lo habitual. Todo le parecía radiante, incluso el mendigo sentado en la acera con la descoyuntada cintura ósea que termina por la parte inferior el cuerpo humano (seis letras), y el adolescente que apareció de improviso en una esquina, lo golpeó al pasar y tenía una grotesca prominencia que forma el cartílago tiroides en la parte anterior del cuello (cuatro letras). Acaso era el vino italiano que había tomado ese día para celebrar el fin de una semana especial por la calidad de sus cuatro últimos crucigramas. El del miércoles, era el film noir, con la foto de Fritz Lang en la esquina superior izquierda y a su lado derecho la del autor de Double Indemnity, había motivado numerosas cartas de felicitación. Estimado señor Laredo: le escribo estas líneas para decirle que lo admiro mucho, y que estoy pensando en dejar mis estudios de ingeniería industrial para seguir sus pasos. Muy Apreciado: Ojalá que Sigas con los Crucigramas Temáticos. ¿Qué Tal Uno que Tenga como Tema las Diversas Formas de Tortura Inventadas por los Militares Sudamericanos el Siglo XX? Laredo palpaba las cartas en su bolsillo derecho y las citaba de corrido como si estuviera leyéndolas en Braille. ¿Estaría ya a la altura de Kuntz? ¿Había adquirido la inmortalidad de Carrasco? ¿Lograba superar a su madre para así recuperar su nombre? Casi. Faltaba poco. Muy poco. Debía haber un Premio Nobel para artistas como él: hacer crucigramas no era menos complejo y trascendental que escribir un poema. Con la delicadeza y la precisión de un soneto, las palabras se iban entrelazando de arriba abajo y de izquierda a derecha hasta formar un todo armonioso y elegante. No se podía quejar: su popularidad era tal en Piedras Blancas que el municipio pensaba bautizar una calle con su nombre. Nadie ya leía a los poetas malditos, y menos a los malditos poetas, pero prácticamente todos en la ciudad, desde ancianos beneméritos hasta gráciles Lolitas -obsesión de Humbert Humbert, personaje de Nabokov, Sue Lyon en la pantalla gigante-, dedicaban al menos una hora de sus días a intentar resolver sus crucigramas. Más valía el reconocimiento popular en un arte no valorado que una multitud de premios en un campo tomado en cuenta sólo por unos pretenciosos estetas, incapaces de reconocer el aire de los tiempos.
En la esquina a una cuadra de su casa una mujer con un abrigo negro esperaba un taxi (piel usada para la confección de abrigos, cinco letras). Las luces del alumbrado público se encendieron, su fulgor anaranjado reemplazando pálidamente la perdida luz del atardecer. Laredo pasó al lado de la mujer; ella volcó la cara y lo miró. Era joven, de edad indefinida: podía tener diecisiete o treinta y cinco años. Tenía un mechón de pelo blanco que le caía sobre la frente y le cubría el ojo derecho. Laredo continuó la marcha. Se detuvo. Ese rostro...
Un taxi se acercaba. Giró y le dijo:
-Perdón. No es mi intención molestarla, pero...
-Pero me va a molestar.
-Sólo quería saber su nombre. Me recuerda a alguien.
-Dochera.
-¿Dochera?
-Disculpe. Buenas noches.
El taxi se había detenido. Ella subió y no le dio tiempo de continuar la charla. Laredo esperó que el destartalado Ford Falcon se perdiera antes de proseguir su camino. Ese rostro... ¿a quién le recordaba ese rostro?
Se quedó despierto hasta la madrugada, dando vueltas en la cama con la luz de su velador encendida, explorando en su prolija memoria en busca de una imagen que correspondiera de algún modo con la nariz aguileña, la tez morena y la quijada prominente, la expresión entre recelosa y asustada. ¿Un rostro entrevisto en la infancia, en una sala de espera en un hospital, mientras, de la mano de su abuelo, esperaba que le informaran que su madre había vuelto de la inconsciencia alcohólica? ¿En la puerta del cine de barrio, a la hora de la entrada triunfal de las chicas de minifalda rutilantes, de la mano de sus parejas? Aparecía la imagen de senos inverosímiles de Jayne Mansfield, que había recortado de un periódico y colado en una página de su cuaderno de matemáticas, la primera vez que había intentado hacer un crucigrama, un día después del entierro de su madre. Aparecían rubias y de pelo negro oloroso a manzana, morenas hermosas gracias al desparpajo de la naturaleza o a los malabares del maquillaje, secretarias de rostros vulgares y con el encanto o la insatisfacción de lo ordinario, mujeres de la realeza y desconocidas con las que se había cruzado por la calle, la piel no tocada varios días por el agua.
La luz se filtraba, tímida, entre las persianas de la habitación cuando apareció la mujer madura con un mechón blanco sobre la cabeza. La dueña de El Palacio de las princesas dormidas, la revistería del vecindario donde Laredo, en la adolescencia, compraba los Siete Días y Life de donde recortaba las fotos de celebridades para sus crucigramas. La mujer que se le acercó con una mano llena de anillos de plata al verlo ocultar con torpe disimulo, en una esquina del recinto oloroso a periódicos húmedos, una Life entre los pliegues de la chamarra de cuero marrón.
-¿Cómo te llamas?
Lo agarraría y lo denunciaría a la policía. Un escándalo. En su cama, Laredo revivía el vértigo de unos instantes olvidados durante tantos años. Debía huir.
-Te he visto muchas veces por aquí. ¿Te gusta leer?
-Me gusta hacer crucigramas.
Era la primera vez que lo decía con tanta convicción. No había que tenerle miedo a nada. La mujer abrió sus labios en una sonrisa cómplice, sus mejillas se estrujaron como papel.
-Ya sé quién eres. Benjamín. Como tu madre, Dios la tenga en su gloria. Espero que no te guste hacer otras cosas tontas como ella.
La mujer le dio un pellizco tierno en la mejilla derecha. Benjamín sintió que el sudor se escurría por sus sienes. Apretó la revista contra su pecho.
-Ahora lárgate, antes de que venga mi esposo.
Laredo se marchó corriendo, el corazón apresurado como ahora, repitiéndose que nada le gustaba más que hacer crucigramas. Nada. Desde entonces no había vuelto a El palacio de las princesas dormidas por una mezcla de vergüenza y orgullo. Había incluso dado rodeos para no cruzar por la esquina y toparse con la mujer. ¿Qué sería de ella? Sería una anciana detrás del mostrador de la revistería. O quizás estaría cortejando a los gusanos en el cementerio municipal. Laredo repitió, su cuerpo fragmentado en líneas paralelas por la luz del día: nada me más que. Nada. Debía pasar la página, devolver a la mujer al olvido en que la tenía prisionera. Ella no tenía nada que ver con su presente. El único parecido con Dochera era el mechón blanco. Dochera, susurró, los ojos revoloteando por las paredes desnudas de la habitación. Do-che-ra.
Era un nombre extraño. ¿Dónde podría volver a encontrarla? Si había tomado el taxi tan cerca de su casa, acaso vivía a la vuelta de la esquina: se estremeció al pensar en esa hipotética cercanía, se mordió las uñas ya más que mordidas. Lo más probable, sin embargo, era que ella hubiera estado regresando a su casa después de visitar a alguna amiga. O a familiares. ¿A un amante? Dochera. Era un nombre muy extraño.
Al día siguiente, incluyó en el crucigrama la siguiente definición: Mujer que espera un taxi en la noche, y que vuelve locos a los hombres solitarios y sin consuelo. Siete letras, segunda columna vertical. Había transgredido sus principios de juego limpio y su responsabilidad para con sus seguidores. Si las mentiras que poblaban las páginas de los periódicos, en las declaraciones de los políticos y los funcionarios de gobierno, se extendían al reducto sagrado de las palabras cruzadas, estables en su ofrecimiento de verdades fáciles de comprobar con una buena enciclopedia, ¿qué posibilidades existían para que el ciudadano común se salvara de la generalizada corrupción? Laredo había dejado en suspensión esos dilemas morales. Lo único que le interesaba era enviar un mensaje a la mujer de la noche anterior, hacerle saber que estaba pensando en ella. La ciudad era muy chica, ella debía haberlo reconocido. Imaginó que ella, al día siguiente, haría el crucigrama en la oficina en la que trabajaba, y se encontraría con ese mensaje de amor que la haría sonreír. Dochera, escribiría con lentitud, paladeando el momento, y luego llamaría al periódico para avisar que había recibido el mensaje, podían tomar un café una de esas tardes.
Esa llamada no llegó. Sí, en cambio, las de muchas personas que habían intentado infructuosamente resolver el crucigrama y pedían ayuda o se quejaban de su dificultad. Cuando, un día después, fue publicada la solución, la gente se miró incrédula. ¿Dochera? ¿Quién había oído hablar de Dochera? Nadie se animó a preguntarle o discutirle a Laredo: si él lo decía, era por algo. No por nada se había ganado el apodo de El Hacedor. El Hacedor sabía cosas que la demás gente no conocía.
Laredo volvió a intentar con: Turbadora y epifánica aparición nocturna, que ha convertido un solitario corazón en una suma salvaje y contradictoria de esperanzas y desasosiegos. Y: De noche, todos los taxis son pardos, y se llevan a la mujer de mechón blanco, y con ella mi órgano principal de circulación de la sangre. Y: A una cuadra de la Soledad, al final de la tarde, hubo el despertar de un mundo. Los crucigramas mantenían la calidad habitual, pero todos, ahora, llevaban inserta, como una cicatriz que no acababa de cerrarse, una definición que remitiera al talismánico nombre de siete letras. Debía parar. No podía. Hubo algunas críticas; no le interesaba (autor de El criticón, siete letras). Sus seguidores se fueron acostumbrando, y comenzaron a ver el lado positivo: al menos podían comenzar a resolver el crucigrama con la seguridad de tener una respuesta correcta. Además, ¿no eran los genios extravagantes? Lo único diferente era que a Laredo le había tomado veinticinco años encontrar su lado excéntrico. Al Beethoven de Piedras Blancas bien podían permitírsele acciones que se salían de lo acostumbrado.
Hubo cincuenta y siete crucigramas que no encontraron respuesta. ¿Se había esfumado la mujer? ¿O es que Laredo se había equivocado en el método? ¿Debía rondar todos los días la esquina de su casa, hasta volverse a encontrar con ella? Lo había intentado tres noches, la gomina Lord Cheseline refulgiendo en su cabellera como si se tratara de un ángel en una fallida encarnación mortal. Se sintió ridículo y vulgar acosándola como un asaltante. También había visitado, sin suerte, las compañías de taxis en la ciudad, tratando de dar con los taxistas de turno aquella noche (las compañías no guardaban las listas, hablaría con el director del periódico, alguien debía escribir una editorial al respecto). ¿Poner un aviso de una página en El Heraldo, describiendo a Dochera y ofreciendo dinero al que pudiera darle información sobre su paradero? Pocas mujeres debían tener un mechón de pelo blanco, o un nombre tan singular. No lo haría. No había publicidad superior a la de sus crucigramas: ahora toda la ciudad, incluso quienes no hacían crucigramas, sabía que Laredo estaba enamorado de una mujer llamada Dochera. Para ser un tímido enfermizo, Laredo ya había hecho mucho (cuando la gente le preguntaba quién era ella, él bajaba la mirada y murmuraba que en una tienda de libros usados había encontrado una invaluable y ya agotada enciclopedia de los Hititas).
¿Y si la mujer le había dado un nombre falso? Esa era la posibilidad más cruel.
Una mañana, se le ocurrió visitar el vecindario de su adolescencia, en la zona noroeste de la ciudad, profusa en sauces llorones. El entrecruzamiento de estilos creaba una zona de abigarradas temporalidades. Las casonas de patios interiores coexistían con modernas residencias, el kiosko del Coronel, con su vitrina de anticuados frascos de farmacia para los dulces y las gomas de mascar perfumadas (siete letras), estaba al lado de una peluquería en la que se ofrecía manicura para ambos sexos. Laredo llegó a la esquina donde se encontraba la revistería. El letrero de elegantes letras góticas, colgado sobre una corrediza puerta de metal, había sido sustituido por un basto anuncio de cerveza, bajo el cual se leía, en letras pequeñas, Restaurante El palacio de las princesas. Laredo asomó la cabeza por la puerta. Un hombre descalzo y en pijamas azules trapeaba el piso de mosaicos de diseños árabes. El lugar olía a detergente de limón.
-Buenos días.
El hombre dejó de trapear.
-Perdone... Aquí antes había una revistería.
-No sé nada, sólo soy un empleado.
-La dueña tenía un mechón de pelo blanco.
El hombre se rascó la cabeza.
-Si es en la que estoy pensando, murió hace mucho. Era la dueña original del restaurante. Fue atropellada por un camión distribuidor de cervezas, el día de la inauguración.
-Lo siento.
-Yo no tengo nada que ver. Sólo soy un empleado.
-¿Alguien de la familia quedó a cargo?
-Su sobrino. Ella era viuda, y no tenía hijos. Pero el sobrino lo vendió al poco tiempo, a unos argentinos.
-Para no saber nada, usted sabe mucho.
-¿Perdón?
-Nada. Buenos días.
-Un momento... ¿No es usted...?
Laredo se marchó con paso apurado.
Esa tarde, escribía el crucigrama cincuenta y ocho de su nuevo período cuando se le ocurrió una idea. Estaba en su escritorio con un traje negro que parecía haber sido hecho por un sastre ciego (los lados desiguales, un corte diagonal en las mangas), la corbata de moño rojo y una camisa blanca manchada por gotas del vino tinto que tenía en la mano -Merlot, Les Jamelles-. Había treinta y siete libros de referencia apilados en el suelo y en la mesa de trabajo; los violines de Mendelssohn acariciaban sus lomos y sobrecubiertas ajadas. Hacía tanto frío que hasta Kundt, Carrasco y su madre parecían tiritar en las paredes. Con un Staedtler en la boca, Laredo pensó que la demostración de su amor había sido repetitiva e insuficiente. Acaso Dochera quería algo más. Cualquiera podía hacer lo que él había hecho; para distinguirse del resto, debía ir más allá de sí mismo. Utilizando como piedra angular la palabra Dochera, debía crear un mundo. Afluente del Ganges, cuatro letras: Mars. Autor de Todo verdor perecerá, ocho letras: Manterza. Capital de Estados Unidos, cinco letras: Deleu. Romeo y... seis letras: Senera. Dirigirse, tres letras: lei. Colocó las cinco definiciones en el crucigrama que estaba haciendo. Había que hacerlo poco a poco, con tiento.
Adolescentes en los colegios, empleados en sus oficinas y ancianos en las plazas se miraron con asombro: ¿se trataba de un error tipográfico? Al día siguiente descubrieron que no. Laredo se había pasado de los límites, pensaron algunos, rumiando la rabia de tener entre sus manos un crucigrama de imposible resolución. Otros aplaudieron los cambios: eso hacía más interesantes las cosas. Sólo lo difícil era estimulante (dos palabras, diez letras). Después de tantos años, era hora de que Laredo se renovara: ya todos conocían de memoria su repertorio, sus trucos de viejo malabarista verbal. El Heraldo comenzó a publicar, aparte del crucigrama de Laredo, uno normal para los descontentos. El crucigrama normal fue retirado once días después.
La furia nominalista del Beethoven de Piedras Blancas se fue acrecentando a medida que pasaban los días y no oía noticias de Dochera. Sentado en su silla de nogal noche tras noche, fue destruyendo su espalda y construyendo un mundo, superponiéndolo al que ya existía y en el que habían colaborado todas las civilizaciones y los siglos que confluían, desde el origen de los tiempos, en un escritorio desordenado en Piedras Blancas ¡Preclara belleza de lo que se va creando ante nuestros ojos nunca cansados de sorprenderse! ¡Maravilla de la novedad en la novedad! ¡Pasmo ante el acto siempre nuevo y siempre nuevo! Se veía bailando los aires de una rondalla en el Cielo de los Hacedores -en el que los Crucigramistas ocupaban el piso más alto, con una vista privilegiada del Jardín del Paraíso, y los Poetas el último piso-, de la mano de su madre y mientras Kundt y Carrasco lo miraban de abajo a arriba. Se veía desprendiéndose de la mano de su madre, convirtiéndose en una figura etérea que ascendía hacia una cegadora fuente de luz.
La labor de Laredo fue ganando en detalle y precisión mientras sus provisiones de papel bond y Staedtler se acababan más rápido que de costumbre. La capital de Venezuela, por ejemplo, había sido primero bautizada como Senzal. Luego, el país del cual Senzal era capital había sido bautizado como Zardo. La capital de Zardo era ahora Senzal. Los héroes que habían luchado en las batallas de la independencia del siglo pasado fueron rebautizados, así como la orografía y la hidrografía de los cinco continentes, y los nombres de presidentes, ajedrecistas, actores, cantantes, insectos, pinturas, intelectuales, filósofos, mamíferos, planetas y constelaciones. Cima era ruda, sima era redo. Piedras Blancas era Delora. Autor de El mercader de Venecia era Eprinip Eldat. Famoso creador de crucigramas era Bichse. Especie de chaleco ajustado al cuerpo era frantzen. Objeto de paño que se lleva sobre el pecho como signo de piedad era vardelt. Era una labor infinita, y Laredo disfrutaba del desafío. La delicada pluma de un ave sostenía un universo.
El atardecer doscientos tres, Laredo volvía a casa después de entregar su crucigrama. Silbaba La caballería rústicana desafinando. Dio unos pesos al mendigo de la doluth descoyuntada. Sonrió a una anciana que se dejaba llevar por la correa de un pekinés tuerto (¿pekinés? ¡zendala!). Las luces de sodio del alumbrado público parpadeaban como gigantescas luciérnagas (¡erewhons!). Un olor a hierbabuena escapaba de un jardín en el que un hombre calvo y de expresión melancólica regaba las plantas. En algunos años, nadie recordará los verdaderos nombres de esas buganvillas y geranios, pensó Laredo.
En la esquina a cinco cuadras de su casa una mujer con un abrigo negro esperaba un taxi. Laredo pasó a su lado; ella volcó la cara y lo miró. Era joven, de edad indefinida. Tenía un mechón de pelo blanco que le caía sobre la frente y le cubría el ojo izquierdo. La nariz aguileña, la tez morena y la quijada prominente, la expresión entre recelosa y asustada.
Laredo se detuvo. Ese rostro...
Un taxi se acercaba. Giró y le dijo:
-Usted es Dochera.
-Y usted es Benjamín Laredo.
El Ford Falcon se detuvo. La mujer abrió la puerta trasera y, con una mano llena de anillos de plata, le hizo un gesto invitándolo a entrar.
Laredo cerró los ojos. Se vio robando ejemplares de Life en El palacio de las princesas dormidas. Se vio recortando fotos de Jayne Mansfield, y cruzando definiciones horizontales y verticales para escribir en un crucigrama. Puedo resistir todo menos a las tentaciones. Vio a la mujer del abrigo negro esperando un taxi aquel lejano atardecer. Se vio sentado en su silla de nogal decidiendo que el afluente del Ganges era una palabra de cuatro letras. Vio el fantasmagórico curso de su vida: una pura, asombrosa, traslúcida línea recta.
¿Dochera? Ese nombre también debería ser cambiado. ¡Mukhtir! Se dio la vuelta. Prosiguió su camino, primero con paso cansino, luego a saltos, reprimiendo sus deseos de volcar la cabeza, hasta terminar corriendo las dos cuadras que le faltaban para llegar al escritorio en el que, en las paredes atiborradas de fotos, un espacio lo esperaba.