miércoles, 25 de julio de 2007

"Palabras iniciales", Roberto Fontanarrosa (Argentina)

“Puto el que lee esto.”

Nunca encontré una frase mejor para comenzar un relato.

Nunca, lo juro por mi madre que se caiga muerta. Y no la escribió Joyce, ni Faulkner, ni Jean-Paul Sartre, ni Tennessee Williams, ni el pelotudo de Góngora.

Lo leí en un baño público en una estación de servicio de la ruta. Eso es literatura. Eso es desafiar al lector y comprometerlo. Si el tipo que escribió eso, seguramente mientras cagaba, con un cortaplumas sobre la puerta del baño, hubiera decidido continuar con su relato, ahí me hubiese tenido a mí como lector consecuente. Eso es un escritor. Pum y a la cabeza. Palo y a la bolsa. El tipo no era, por cierto, un genuflexo dulzón ni un demagogo. “Puto el que lee esto”, y a otra cosa. Si te gusta bien y si no también, a otra cosa, mariposa. Hacete cargo y si no, jodete. Hablan de aquel famoso comienzo de Cien años de soledad, la novelita rococó del gran Gabo. “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento...” Mierda. Mierda pura. Esto que yo cuento, que encontré en un baño público, es muy superior y no pertenece seguramente a nadie salido de un taller literario o de un cenáculo de escritores pajeros que se la pasan hablando de Ross MacDonald.



Ojalá se me hubiese ocurrido a mí un comienzo semejante. Ése es el golpe que necesita un lector para quedar inmovilizado. Un buen patadón en los huevos que le quite el aliento y lo paralice. Ahí tenés, escapate ahora, dejá el libro y abandoname si podés.

No me muevo bajo la influencia de consejos de maricones como Joyce o el inútil de Tolstoi. Yo sigo la línea marcada por un grande, Carlos Monzón, el fantástico campeón de los medio medianos. Pumba y a la lona. Paf... el piñazo en medio de la jeta y hombre al suelo. Carlitos lo decía claramente, con esa forma tan clara que tenía para hablar: “Para mí el rival es un tipo que le quiere sacar el pan de la boca a mis hijos”. Y a un hijo de puta que pretenda eso hay que matarlo, estoy de acuerdo.

El lector no es mi amigo. El lector es alguien que le debe comprar el pan a mis hijos leyendo mis libros. Así de simple. Todo lo demás es cartón pintado. Entonces no se puede admitir que alguien comience a leer un libro escrito por uno y lo abandone. O que lo hojee en una librería, lea el comienzo, lo cierre y se vaya como el más perfecto de los cobardes. Allí tiene que quedar atrapado, preso, pegoteado. “Puto el que lee esto.” Que sienta un golpe en el pecho y se dé por aludido, si tiene dignidad y algo de virilidad en los cojones.

“Es un golpe bajo”, diría algún crítico amanerado, de ésos que gustan de Graham Greene o Kundera, de los que se masturban con Marguerite Yourcenar, de los que leen Paris Review y están suscriptos a Le Monde Diplomatique. ¡Sí, señor —les contesto—, es un golpe bajo! Y voy a pegarles uno, cien, mil golpes bajos, para que me presten atención de una vez por todas. Hay millones de libros en los estantes, es increíble la cantidad alucinante de pelotudos que escriben hoy por hoy en el mundo y que se suman a los que ya han escrito y escribirán. Y los que han muerto, los cementerios están repletos de literatos. No se contentan con haber saturado sus épocas con sus cuentos, ensayos y novelas, no. Todos aspiraron a la posteridad, todos querían la gloria inmortal, todos nos dejaron los millones de libros repulsivos, polvorientos, descuajeringados, rotosos, encuadernados en telas apolilladas, con punteras de cuero, que aún joden y joden en los estantes de las librerías. Nadie decidió, modesto, incinerarse con sus escritos. Decir “me voy con rumbo a la quinta del Ñato y me llevo conmigo todo lo que escribí, no los molesto más con mi producción”, no. Ahí están los libros de Molière, de Cervantes, de Mallea, de Corín Tellado, jodiendo, rompiendo las pelotas todavía en las mesas de saldos.

Sabios eran los faraones que se enterraban con todo lo que tenían: sus perros, sus esposas, sus caballos, sus joyas, sus armas, sus pergaminos llenos de dibujos pelotudos, todo. Igual ejemplo deberían seguir los escritores cuando emprenden el camino hacia las dos dimensiones, a mirar los rabanitos desde abajo, otra buena frase por cierto. “Me voy, me muero, cagué la fruna —podría ser el postrer anhelo—. Que entierren conmigo mis escritos, mis apuntes, mis poemas, que total yo no estaré allí cuando alguien los recite en voz alta al final de una cena en los boliches.” Que los quemen, qué tanto. Es lo que voy a hacer yo, téngalo por seguro, señor lector. Millones de libros, entonces, de escritores importantes y sesudos, de mediocres, tontos y banales, de señoras al pedo que decidían escribir sus consejos para cocinar, para hacer punto cruz, para enseñar cómo forrar una lata de bizcochos. Pelotudos mayores que dedicaron toda su vida, toda, al estudio exhaustivo de la vida de los caracoles, de los mamboretás, de los canguros, de los caballos enanos. Pensadores que creyeron que no podían abandonar este mundo sin dejar a las generaciones futuras su mensaje de luz y de esclarecimiento. Mecánicos dentales que supusieron urgente plasmar en un libro el porqué de la vital adhesividad de la pasta para las encías, señoras evolucionadas que pensaron que los niños no podrían llegar a desarrollarse sin leer cómo el gnomo Pirlimplín vive en una estrella que cuelga de un sicomoro, historiadores que entienden imprescindible comunicar al mundo que el duque de La Rochefoucauld se hacía lavativas estomacales con agua alcanforada tres veces por día para aflojar el vientre, biólogos que se adentran tenazmente en la insondable vida del gusano de seda peruano, que cuando te descuidás te la agarra con la mano.



Allí, a ese mar de palabras, adjetivos, verbos y ditirambos, señores, hay que lanzar el nuevo libro, el nuevo relato, la nueva novela que hemos escrito desde los redaños mismos de nuestros riñones. Allí, a ese interminable mar de volúmenes flacos y gordos, altos y bajos, duros y blandos, hay que arrojar el propio, esperando que sobreviva. Un naufragio de millones y millones de víctimas, manoteando desesperadamente en el oleaje, tratando de atraer la atención del lector desaprensivo, bobo, tarado, que gira en torno a una mesa de saldos o novedades con paso tardo, distraído, pasando apenas la yema de sus dedos innobles sobre la cubierta de los libros, cautivado aquí y allá por una tapa más luminosa, un título más acertado, una faja más prometedora. Finge. El lector finge. Finge erudición y, quizás, interés. Está atento, si es hombre, a la minita que en la mesa vecina hojea frívolamente el último best-séller, a la señora todavía pulposa que parece abismarse en una novedad de autoayuda. Si es mujer, a la faja con el comentario elogioso del gurú de turno. Si es niño, a la musiquita maricona que despide el libro apenas lo abre con sus deditos de enano.

Y el libro está solo, feroz y despiadadamente solo entre los tres millones de libros que compiten con él para venderse. Sabe, con la sabiduría que le da la palabra escrita, que su tiempo es muy corto. Una semana, tal vez. Dos, con suerte. Después, si su reclamo no fue atractivo, si su oferta no resultó seductora, saldrá de la mesa exclusiva de las novedades VIP diríamos, para aterrizar en algún exhibidor alternativo, luego en algún estante olvidado, después en una mesa de saldos y por último, en el húmedo y oscuro depósito de la librería, nicho final para el intento fracasado. Ya vienen otros —le advierten— vendete bien que ya vienen otros a reemplazarte, a sacarte del lugar, a empujarte hacia el filo de la mesa para que te caigas y te hagas mierda contra el piso alfombrado.

No desaparecerá tu libro, sin embargo, no, tenelo por seguro. Sea como fuere, es un símbolo de la cultura, un ícono de la erudición, vale por mil alpargatas, tiene mayor peso específico que una empanada, una corbata o una licuadora. Irá, eso sí, con otros millones, al depósito oscuro y maloliente de la librería. No te extrañe incluso que vuelva un día, como el hijo pródigo, a la misma editorial donde lo hicieron, y quede allí, al igual que esos residuos radioactivos que deben pasar una eternidad bajo tierra, encerrados en cilindros de baquelita, teflón y plastilina para que no contaminen el ambiente, hasta que puedan convertirse en abono para las macetas de las casas solariegas.

De última, reaparecerá de nuevo, Lázaro impreso, en la mano de algún boliviano indocumentado, junto a otros dos libros y una birome, como oferta por única vez y en carácter de exclusividad, a bordo de un ómnibus de línea o un tren suburbano, todo por el irrisorio precio de un peso. Entonces, caballeros, no esperen de mí una lucha limpia. No la esperen. Les voy a pegar abajo, mis amigos, debajo del cinturón, justo a los huevos, les voy a meter los dedos en los ojos y les voy a rozar con mi cabeza la herida abierta de la ceja.

“Puto el que lee esto.”

John Irving es una mentira, pero al menos no juega a ser repugnante como Bukowski ni atildadamente pederasta como James Baldwin. Y dice algo interesante uno de sus personajes por ahí, creo que en El mundo según Garp: “Por una sola cosa un lector continúa leyendo. Porque quiere saber cómo termina la historia”. Buena, John, me gusta eso. Te están contando algo, querido lector, de eso se trata. Tu amigo Chiquito te está contando, por ejemplo en el club, cómo al imbécil de Ernesto le rompieron el culo a patadas cuando se puso pesado con la mujer de Rodríguez. Vos te tenés que ir, porque tenés que trabajar, porque dejaste la comida en el horno, o el auto mal estacionado, o porque tu propia mujer te va a armar un quilombo de órdago si de nuevo llegás tarde como la vez pasada. Pero te quedás, carajo. Te quedás porque si hay algo que tiene de bueno el sorete de Chiquito es que cuenta bien, cuenta como los dioses y ahora te está explicando cómo el boludo de Ernesto le rozaba las tetas a la mujer de Rodríguez cada vez que se inclinaba a servirle vino y él pensaba que Rodríguez no lo veía. No te podés ir a tu casa antes de que Chiquito termine con su relato, entendelo. Mirás el reloj como buen dominado que sos, le pedís a Chiquito que la haga corta, calculás que ya te habrá llevado el auto la grúa, que ya se te habrá carbonizado la comida en el horno, pero te quedás ahí porque querés eso que el maricón de John Irving decía con tanta gracia: querés saber cómo termina la historia, querido, eso querés.

Entonces yo, que soy un literato, que he leído a más de un clásico, que he publicado más de tres libros, que escribo desde el fondo mismo de las pelotas, que me desgarro en cada narración, que estudio concienzudamente cómo se escribe y cómo se lee, que me he quemado las pestañas releyendo a Ezra Pound, que puedo puntuar de memoria y con los ojos cerrados y en la oscuridad más pura un texto de setenta y ocho mil caracteres, que puedo dictaminar sin vacilación alguna cuándo me enfrento con un sujeto o con un predicado, yo, señores, premio Cinta de Plata 1989 al relato costumbrista, pese a todo, debo compartir cartel francés con cualquier boludo. Mi libro tendrá, como cualquier hijo de vecino, que zambullirse en las mesas de novedades junto a otros millones y millones de pares, junto al tratado ilustrado de cómo cultivar la calabaza y al horóscopo coreano de Sabrina Pérez, junto a las cien advertencias gastronómicas indispensables de Titina della Poronga y las memorias del actor iletrado que no puede hacer la O ni con el culo de un vaso, pero que se las contó a un periodista que le hace las veces de ghost writer. Y no estaré allí yo para ayudarlo, para decirle al lector pelotudo que recorre con su vista las cubiertas con un gesto de desdén obtuso en su carita: “Éste es el libro. Éste es el libro que debe comprar usted para que cambie su vida, caballero, para que se le abra el intelecto como una sandía, para que se ilustre, para que mejore su aliento de origen bucal, estimule su apetito sexual y se encame esta misma noche con esa potra soñada que nunca le ha dado bola”.

Y allí estará la frase, la que vale, la que pega. El derechazo letal del negro Monzón en el entrecejo mismo del tano petulante, el trompadón insigne que sacude la cabeza hacia atrás y hacia adelante como perrito de taxi y un montón de gotitas de sudor, de agua y desinfectante que se desprende del bocho de ese gringo que se cae como si lo hubiese reventado un rayo. “Puto el que lee esto.” Aunque después el relato sea un cuentito de burros maricones como el de Platero y yo, con el ángelus que impregna todo de un color malva plañidero. Aunque la novela después sea la historia de un seminarista que vuelve del convento. Aunque el volumen sea después un recetario de cocina que incluya alimentos macrobióticos.

No esperen, de mí, ética alguna. Sólo puedo prometerles, como el gran estadista, sangre, sudor y lágrimas en mis escritos. El apetito por más y la ansiedad por saber qué es lo que va a pasar. Porque digo que es puto el que lee esto y lo sostengo. Y paso a contarles por qué lo afirmo, por qué tengo autoridad para decirlo y por qué conozco tanto sobre su intimidad, amigo lector, mucho más de lo que usted nunca hubiese temido imaginar. Sí, a usted le digo. Al que sostiene este libro ahora y aquí, el que está temiendo, en suma, aparecer en el renglón siguiente con nombre y apellido. Nombre y apellido. Con todas las letras y hasta con el apodo. A usted le digo.

Pablo De Sanctis sobre los escritores y la novela policial

"Los escritores somos como especialistas en todo y en nada. Es decir, construimos ilusiones de saber para poder reconstruirlo en la medida que la novela lo necesita"

"El crimen es la estructura del secreto y en una novela eso es fundamental.

Aparece un muerto y enseguida se comienza a descubrir su vida privada y todos sus actos ocultos. En la sociedad cuando hay un crimen se empieza a iluminar todo lo que está alrededor (...) El crimen siempre nos despierta, nos saca de la vida cotidiana" (entrevista concedida a albinson linares, del diario el nacional)

domingo, 15 de julio de 2007

Una visión de José Ignacio Cabrujas sobre la escritura

"Hay millones de razones para no escribir y una sola para hacerlo: mantener el diálogo"
(diario el nacional)

lunes, 2 de julio de 2007

Virginia y tú, Jesús Nieves Montero (Venezuela)

A Marta
Y a Juan Carlos, a Claudia y a Samanta


Hay cosas en las que sólo piensas cuando estás develado y son las tres y dos o tres y cinco de la mañana, esa hora inverosímil que cuando la ves en el decodificador de televisión por cable no la crees y asumes que debes estar cayendo en otra etapa del sueño, como los escalones de arena de una playa a la que fuiste cuando niño con tus padres, en la que cada paso era un bajar más y más en profundidad.

Hay cosas que no le cuentas a Virginia.

Enciendes el televisor en Meridiano T.V., el volumen en cero, juegan los Marlins contra los Bravos en repetición del juego estelar de la noche anterior. Y tú con tanto trabajo, y tú que tienes que madrugar mañana y Virginia que duerme, callada, dándote la espalda, arropada hasta la nariz, dejando descubiertos sus ojos, su nuca, su cabello. Igual buscas los audífonos para poder escuchar el juego sin molestarla.

Tendrá que acompañarte el béisbol. Pero no son los equipos, aunque, claro, Mike Hampton contra Al Leiter es aún un buen duelo y de repente, sospechas, porque no sabes el resultado y te niegas a ir hasta la computadora para entrar en yahoo sports y enterarte, que puede que los dos zurdos hayan logrado salvarse de los músculos de esteroides de sus rivales y hayan podido limitar las carreras.
Tampoco es el juego. Escuchas primero un comentario de Dámaso Blanco e, inmediatamente, como ocurre en las transmisiones de béisbol, una fractura en las palabras porque Beto Perdomo tiene que narrar la jugada y la gente está viendo un rolling por primera, out seguro, pero igual hay que describírselo. En lugar de mirar el movimiento —de cualquier manera en un juego hay entre cincuenta y uno o cincuenta y cuatro outs, puedes permitirte perder alguno— recuerdas a Carlos Tovar Bracho y regresas a 1990.

Sin Virginia, en casa de tus padres, ni siquiera tú eras esa individualidad a la que tanto tiempo de pensamiento dedicas ahora. Comenzabas a estudiar tercer año de bachillerato en La Salle La Colina, las clases de física las interrumpía la profesora Macary San Luis para confirmarles que las imágenes que veían en televisión de la llamada Guerra del Golfo —luces verdes irreconocibles sobre un fondo negro, bombardeos sobre la noche iraquí— formaban parte de un evento importante para ustedes y no un espectáculo. Pero a ti no te podía importar eso. Era sólo información aislada.

Recuerdas con más fuerza que veías el béisbol en Venezolana de Televisión los miércoles y los sábados por la noche. En la Liga Nacional, los Piratas de Pittsburg dominaban con las abejas asesinas —las killing bees—: Barry Bonds, Wally Backman y Bobby Bonilla. Tu seguías pensando qué te convenía más, si estudiar Ciencias o Humanidades. Y los Yanquis apenas tenían a Don Mattingly para presumir y lo mejor ocurría en Toronto y Galarraga estaba perdido en sus lesiones y su época de malas rachas.

Carlos Tovar, Dámaso y Beto bromeaban culpándose (o culpando a uno de sus directores) cuando los juegos se iban a extrainnings. Y había anécdotas para toda la temporada, también en las post, y Barry Bonds comenzaba su costumbre de no batear después del día final de la campaña, haciendo imposible que los Piratas fueran a una serie mundial y no era una tragedia griega —igual no las conocías— pero era un dolor cercano, el cual te hubiese gustado aliviar.

Era también el año después del “Caracazo” y tú, con trece años, no podías leer ningún artículo ni análisis que te permitiera pensar que era imaginable 1992, febrero, noviembre, militares en la calle, bombas que caían y no explotaban, Carlos Andrés Pérez diciendo que todo estaba bajo control pero que estaba escondido, Morales Bello gritando muerte a los golpistas y no sabías si era abajo los golpistas o maten a los golpistas, Caldera haciendo pesca de río revuelto, Aristóbulo Istúriz ganándose un nombre.

En ocasiones Ronnie, el hijo de Dámaso, se unía a las trasmisiones y era como si recibieras visita, las visitas que a tu madre tanto fastidio le causaban porque eran desconsideradas y no se marchaban temprano y había que atenderlas y había que sonreír y, sobre todo, violaban el silencio en el cual todos en tu casa de cuatro personas —tu hermana, tus padres y tú— vivían sus vidas en un paralelismo casi lejano. Nadie más veía los juegos en tu casa, así que había algo de complicidad en acompañar a los equipos y a los narradores, juntos eran un grupo de amigos, una familia acompañando las imágenes de un doble play, un jonrón, un robo de tercera, un ponche.

De estas cosas no hablas con Virginia porque seguramente se aburriría. Con sólo veintiocho años y recordando el pasado. Como si no quedara suficiente futuro. Como si no hubiera que preparar las finanzas, la mente y los compromisos laborales porque dentro de un par de años deberían tener familia, como si no tuvieran que pensar en si se van a quedar o se van a ir de esta Venezuela.

Ni de esas cosas y sólo pocas veces de las anécdotas que te sabes de artistas, de pintores, de escritores hablas con Virginia. Una vez le escuchaste a Miguelángel, tu amigo escritor, a quien Virginia no ha conocido porque él vive en Nueva York desde hace unos cuantos años, una anécdota, nunca supiste si apócrifa, sobre García Márquez. El premio Nobel confesaba haber conocido el poder de la palabra cuando, a punto de ser atropellado, una de las mujeres de su familia le gritó para que evitara el vehículo y se salvara. Tienes a tu lado a Virginia, frente a ti la televisión, dentro de ti tantos recuerdos que sientes una especie de magia en ese intercambio de guantes, pelotas, bates, cascos, gorras, grama verde, líneas de cal, tribunas, patrocinantes, trasmisiones televisivas, narradores. Todo estaba allí, dormido o desvelado y en esta noche tú estás también rebelde al sueño y renace no como recuento de hazañas deportivas sino en el tejido sensible de la memoria.
Pensaste: ¿no se sentirán tristes Beto y Dámaso? ¿No les ocurrirá que, repitiendo una anécdota de aquellas que ya contaban en el noventa, se acuerden de Tovar Bracho y miren con nostalgia? Nostalgia de verdad, tristeza porque todos hoy son diferentes. Beto y Dámaso ahora estarán durmiendo o cenando o desvelados y tendrán sus propios fantasmas, sus propias incertidumbres. ¿Pensarán a menudo en su muerte cuando piensan en Tovar Bracho?

Carlos Tovar Bracho ha muerto. La guerra en Irak ve su segunda parte y Hussein se ha ido, la palabra revolución repetida hasta el cansancio es un mantra que conecta con el ’89, con el ’92. Beto es un destacado jugador de golf. Ahora Dámaso tiene otro tocayo en Grandes Ligas con el de apellido Marte, de los Medias Blancas de Chicago, y repite la curiosidad como las barajitas que salen una y otra vez, paquete tras paquete hasta perder su valor de cambio. Y tú lo escuchas aunque sea redundante porque habla para ti y es una reunión de amigos que tenían tiempo sin verse. Y entre amigos se pueden tener debilidades, se pueden tener miedos. Se puede no ser cabeza de familia y no tener que apoyar a Virginia.

Continúas con tu inventario ficticio: De las abejas de Pittsburg, solo Bonds sigue jugando. La profesora Macary sigue en La Salle. Tú estudiaste Humanidades, luego Administración y terminaste dedicado a la escritura. Ahora no estás solo, ahora tienes a Virginia que duerme a tu lado y con quien compartes toda tu vida. Excepto estos paréntesis de las madrugadas.
¿Qué va a pasar cuando hayas muerto? ¿Qué podrás llevar contigo? ¿Serán estas sensaciones, estos destellos de memoria que te visitan cuando no puedes dormir? Piensas. Te ves frente a la cama de la clínica donde murió tu madre, recuerdas que desde esos momentos odias el blanco escandalosamente austero en las paredes. Piensas en la película “El campo de los sueños”, la cual has visto tantas veces que Virginia te advierte que te cuides no sea que te estás volviendo loco con esa manía por las repeticiones. “El campo de los sueños”. Kevin Costner construyendo por una llamada sobrenatural un parque de pelota para que jueguen espectros, estrellas legendarias que quieren volver. Un juego más. Como tú que quisieras volver al sueño, minutos más en tu cama, abrazado a Virginia.

A Costner, en los momentos de incredulidad, una voz le dice: “Constrúyelo y ellos vendrán”. Y James Earl Jones, con su voz de río turbio y profundo, agrega: “llegarán a tu puerta, inocentes como niños. El béisbol ha marcado el tiempo. Este campo, este juego es parte de nuestro pasado. Nos recuerda lo que alguna vez fue bueno y podría volver a serlo...” Puede que Virginia tenga razón. Si te sabes de memoria la película es posible que haya algo patológico en ti. ¿Pero no fue así como te conoció? ¿No era eso lo que tanta risa le causaba y terminó enamorándola de ti?

Pero no estás en una película, no estás en el pasado tienes que dormir. Dormir cediendo a ese encanto, a esa seducción, a ese milagro de la memoria. No has caído en una trampa, no te encierra una celda. Las cuatro y cinco de la mañana es una hora más comprensible para ti. Y el juego está muy cerrado y los lanzadores dominan, pero tú apagas el televisor, te quitas los audífonos y te vas al balcón a ver la ciudad dormida mientras esperas el ruido del primer autobús que te dirá que ya es oficialmente de mañana. Y pensar que Virginia ni se ha movido. Y pensar que Virginia está perdida en un sueño donde podrías o no estar tú, donde ella sería más o menos feliz de lo que es ahora, o tendrá su edad o será una niña o una anciana o estará dormida soñando que sueña, perdida hasta que se recupere, la recuperes cuando suene el despertador.

Y seguramente Virginia sí hablará de esas cosas contigo. Tú la escucharás justo hasta el momento cuando tomen el carro y ya no haya béisbol, ni sueños ni desvelos y se imponga todo lo que les rodea, el mundo, la vida con sus rutinas, horarios y obligaciones. Virginia no preguntará y tú prefieres que sea así. No eres infiel, igual estás dejando testimonio escrito, puede que un día tú mismo se lo leas o, si tu mueres antes, que Virginia lo encuentre y lo lea ella. Y estás seguro de que responderá con una sonrisa. Porque aún en las sospechas que tienen de que en estos días, fuera de lo que ustedes puertas adentro construyen, la Venezuela que les rodea se desmorona, igual, su mundo persiste. De esas convicciones está hecho su vínculo. Algún día hablarán de todas estas cosas, con transparencia de vidrio. Y tú sentirás que eres por fin suyo, completamente. Será seguramente cuando ambos hayan muerto. Virginia y tú.

El barril de amontillado, Edgar Allan Poe (Estados Unidos)

Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré vengarme. Ustedes, que conocen tan bien la naturaleza de mi carácter, no llegarán a suponer, no obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado. Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación cuando ésta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.

Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para que sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él no podía advertir que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida.

Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y siempre que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad de éstos.

Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy ceñido, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico adornado con cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber estrechado jamás su mano como en aquel momento.

-Querido Fortunato -le dije en tono jovial-, éste es un encuentro afortunado. Pero ¡qué buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis dudas.

-¿Cómo? -dijo él-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval!

-Por eso mismo le digo que tengo mis dudas -contesté-, e iba a cometer la tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo de encontrarle a usted, y temía perder la ocasión.

-¡Amontillado!

-Tengo mis dudas.

-¡Amontillado!

-Y he de pagarlo.

-¡Amontillado!

-Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. Él es un buen entendido. Él me dirá...

-Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.

-Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted.

-Vamos, vamos allá.

-¿Adónde?

-A sus bodegas.

-No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene usted algún compromiso. Luchesi...

-No tengo ningún compromiso. Vamos.

-No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene usted mucho frío. Las bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de salitre.

-A pesar de todo, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del amontillado.

Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé conducir por él hasta mi palazzo. Los criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar la festividad del Carnaval. Ya antes les había dicho que yo no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes concretas para que no estorbaran por la casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas.

Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le guié, haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos por el abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé delante de él una larga y tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones al seguirme. Llegamos, por fin, a los últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo de las catacumbas de los Montresors.

El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico resonaban a cada una de sus zancadas.

-¿Y el barril? -preguntó.

-Está más allá -le contesté-. Pero observe usted esos blancos festones que brillan en las paredes de la cueva.

Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que destilaban las lágrimas de la embriaguez.

-¿Salitre? -me preguntó, por fin.

-Salitre -le contesté-. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos?

-¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...!

A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos minutos.

-No es nada -dijo por último.

-Venga -le dije enérgicamente-. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío. Es usted rico, respetado, admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido en otro tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que mí respecta, es distinto. Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar con esa responsabilidad. Además, cerca de aquí vive Luchesi...

-Basta -me dijo-. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos.

-Verdad, verdad -le contesté-. Realmente, no era mi intención alarmarle sin motivo, pero debe tomar precauciones. Un trago de este medoc le defenderá de la humedad.

Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en una larga fila de otras análogas, tumbadas en el húmedo suelo.

-Beba -le dije, ofreciéndole el vino.

Llevóse la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y me saludó con familiaridad. Los cascabeles sonaron.

-Bebo -dijo- a la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro.

-Y yo, por la larga vida de usted.

De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino.

-Esas cuevas -me dijo- son muy vastas.

-Los Montresors -le contesté- era una grande y numerosa familia.

-He olvidado cuáles eran sus armas.

-Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante, cuyos dientes se clavan en el talón.

-¡Muy bien! -dijo.

Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó mi fantasía a causa del medoc. Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles, llegamos a los más profundos recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me atreví a coger a Fortunato de un brazo, más arriba del codo.

-El salitre -le dije-. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera musgo, cuelga de las bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran por entre los huesos. Venga usted. Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos...

-No es nada -dijo-. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de medoc.

Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago. Sus ojos llamearon con ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella al aire con un ademán que no pude comprender.

Le miré sorprendido. El repitió el movimiento, un movimiento grotesco.

-¿No comprende usted? -preguntó.

-No -le contesté.

-Entonces, ¿no es usted de la hermandad?

-¿Cómo?

-¿No pertenece usted a la masonería?

-Sí, sí -dije-; sí, sí.

-¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?

-Un masón -repliqué.

-A ver, un signo -dijo.

-Éste -le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de albañil.

-Usted bromea -dijo, retrocediéndo unos pasos-. Pero, en fin, vamos por el amontillado.

-Bien -dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo.

Apoyóse pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos por debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una profunda cripta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más que brillar nuestras antorchas. En lo más apartado de la cripta descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido alineados restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de encima de nosotros, tal como en las grandes catacumbas de París.

Tres lados de aquella cripta interior estaban también adornados del mismo modo. Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo, formando en un rincón un montón de cierta altura. Dentro de la pared, que había quedado así descubierta por el desprendimiento de los huesos, veíase todavía otro recinto interior, de unos cuatro pies de profundidad y tres de anchura, y con una altura de seis o siete. No parecía haber sido construido para un uso determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los enormes pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se apoyaba en una de las paredes de granito macizo que las circundaban.

En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de penetrar la profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo.

-Adelántese -le dije-. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi...

-Es un ignorante -interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y seguido inmediatamente por mí.

En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la roca, se detuvo atónito y perplejo. Un momento después había yo conseguido encadenarlo al granito. Había en su superficie dos argollas de hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos dos pies. Rodear su cintura con los eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos segundos. Estaba demasiado aturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del recinto.

-Pase usted la mano por la pared -le dije-, y no podrá menos que sentir el salitre. Está, en efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que regrese. ¿No? Entonces, no me queda más remedio que abandonarlo; pero debo antes prestarle algunos cuidados que están en mi mano.

-¡El amontillado! -exclamó mi amigo, que no había salido aún de su asombro.

-Cierto -repliqué-, el amontillado.

Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que antes he aludido. Apartándolos a un lado no tardé en dejar al descubierto cierta cantidad de piedra de construcción y mortero. Con estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar la entrada del nicho. Apenas había colocado al primer trozo de mi obra de albañilería, cuando me di cuenta de que la embriaguez de Fortunato se había disipado en gran parte. El primer indicio que tuve de ello fue un gemido apagado que salió de la profundidad del recinto. No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo luego un largo y obstinado silencio. Encima de la primera hilada coloqué la segunda, la tercera y la cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas de la cadena. El ruido se prolongó unos minutos, durante los cuales, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea y me senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se apaciguó, por fin, aquel rechinamiento, cogí de nuevo la paleta y acabé sin interrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba entonces a la altura de mi pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por encima de la obra que había ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en el interior.

Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta del hombre encadenado, como si quisiera rechazarme con violencia hacia atrás.

Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tirar estocadas por el interior del nicho. Pero un momento de reflexión bastó para tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared, y contesté entonces a los gritos de quien clamaba. Los repetí, los acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que gritaba acabó por callarse.

Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las octava, novena y décima hiladas. Había terminado casi la totalidad de la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que colocar y revocar. Tenía que luchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba en la posición necesaria. Pero entonces salió del nicho una risa ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato. La voz decía:

-¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos reiremos luego en el palazzo, ¡je, je, je!, a propósito de nuestro vino! ¡Je, je, je!

-El amontillado -dije.

-¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos en el palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos.

-Sí -dije-; vámonos ya.

-¡Por el amor de Dios, Montresor!

-Sí -dije-; por el amor de Dios.

En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me impacienté y llamé en alta voz:

-¡Fortunato!

No hubo respuesta, y volví a llamar.

-¡Fortunato!

Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé caer en el interior. Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con muchos esfuerzos coloqué en su sitio la última piedra y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la nueva pared. Durante medio siglo, nadie los ha tocado. In pace requiescat!